La filmografía de Michael Haneke se ha caracterizado por una medida búsqueda de coherencia entre la forma y el fondo de sus propuestas, lo que ha propiciado que todas sus películas, con independencia de los desiguales resultados artísticos de cada una de ellas, posean una profundidad y lucidez dignas de agradecer en el seno de una sociedad como la nuestra, marcada por la globalización y las nuevas tecnologías y, en consecuencia, con una inevitable tendencia a la sobresaturación y la superficialidad.
Su último estreno en nuestras salas, Amor, es un portentoso drama intimista, constreñido como se halla prácticamente a dos personajes y cuatro paredes, que desde la contención y la sutileza logra conmover poderosamente al espectador. De hecho, ya en su ilustrador y conciso título la cinta patentiza su voluntad de ahondar en ese sublime don con el que los seres humanos hemos sido bendecidos (y, ante el dolor de su pérdida, también maldecidos), sin circunloquios embellecedores ni tópicos sentimentalistas.
Precisamente, en esa mirada despojada de oropeles radica la tremenda fuerza de la pieza, que narra el terrible giro que darán las vidas de Georges y Anne (impresionantes Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva), una entrañable pareja de octogenarios profesores de música jubilados, cuando ella sufra un ataque que reducirá drásticamente su calidad de vida.
De nuevo, Haneke, maestro de la desnudez expositiva, basada en un gusto por los encuadres estáticos, los silencios y la delectación en el rostro humano –en el primer plano–, lleva al espectador al límite de su resistencia emocional para obligarle a participar de forma activa en la reconstrucción del sentido subyacente del filme. No en vano, tras el abrupto y casi violento prólogo de la cinta, que antecede sintomáticamente al título de la misma, la primera escena que aparece ante nuestros ojos es un patio de butacas, el cual, como en el famoso final de Y el mundo marcha (1928) de King Vidor (otro drama memorable que trascendía de la anécdota particular a la experiencia colectiva), convierte al público de la sala de cine en el espectáculo que contemplan los personajes de la ficción, cambiando las tornas entre unos y otros e incidiendo en las implicaciones que para la presente o futura realidad de los asistentes a la proyección de Amor tendrá cuanto acontezca en ella a partir de ese momento.
Semejante perspectiva no es una sorpresa en el universo del realizador austríaco, quien, bien sea mediante otras piezas de cámara como Funny Games (1997), o a través de frescos colectivos como La cinta blanca (2009), construye cada uno de sus relatos sobre una tesis moral para sacudir la aletargada conciencia del ciudadano medio occidental, acostumbrado por los poderes fácticos y las convenciones sociales a una asepsia emotiva y a una pereza mental que obvia o niega todas aquellas realidades incómodas para el establishment, tales como la pobreza, la violencia, la represión, el racismo, la insolidaridad, la explotación y un largo etcétera.
Porque Amor, en última instancia, trata justamente de otro de los tabúes del Primer Mundo, y es el de la vejez. A este respecto, viene a nuestra memoria Saraband de Ingmarg Bergman (2003), una obra que también contaba con la tercera edad como hilo conductor, y donde asimismo la humanidad tenía en la música su correlato (al ser la más abstracta de las artes pero, paradójicamente, la más directa y emotiva). Sin embargo, a la postre el director sueco llevaba a cabo otra de sus disquisiciones sobre el sentido de la vida y “la náusea” existencial ante la muerte, algo de lo que carece Amor, más bien al contrario: es el horror a la vida en malas condiciones (movilidad limitada, soledad, frustración…), y no a su fin, lo que la cinta recoge, de ahí la elevada carga simbólica de esa paloma que por dos veces irrumpe en la enclaustrada cotidianidad de Georges y Anne (ese “alma” a liberar de las “servidumbres terrenales”).
Y es que en Occidente la vejez se ha convertido en una vergüenza, por mor del capitalismo feroz que rige nuestros destinos: porque los ancianos no producen; porque los ancianos, gracias a los avances médicos muy longevos, solamente gastan y gastan; porque los ancianos son un estorbo para sus familiares, un obstáculo en su frenética vorágine diaria (ahí tenemos al personaje interpretado por Isabelle Huppert para recordárnoslo). No importa cuán valientes, nobles, generosos o sabios sean nuestros mayores (y es ejemplar, en este sentido, la admirable pareja protagonista): los mandamos a residencias, los escondemos, los olvidamos.
En definitiva, Amor es una película de una honda y dolorosa belleza, para la que se agotan los calificativos de elogio, pero que sin duda se merece todos los premios que ha recibido y que recibirá. Aunque personalmente me cueste hablar de “obra maestra” de cualquier creación que no cuente con la distancia atemperadora del paso del tiempo, no cabe sino calificar este filme de perfecto, pues deviene una lección magistral de ese filósofo del séptimo arte que es Michael Haneke, capaz de combinar con una aparente sencillez la emoción más aplastante y desgarrada con un sólido discurso ético, sociológico y hasta ontológico. Imprescindible.