«Parásitos» de Bong Joon-Ho

No sorprenderá, a quien conozca la trayectoria del realizador surcoreano, que su último filme vuelva a ser una prueba de su talento para emplear el cine de género como vehículo mediante el cual conectar con el público y transmitirle un mensaje de hondo calado sin que este sea consciente del afán aleccionador de la pieza. Si la crítica occidental ha repetido hasta la saciedad el sambenito de que Bong Joon-Ho es la versión coreana de Steven Spielberg es, sencillamente, por eso.

Y es que el estilo de dirigir del primero, así como su posicionamiento ideológico, no diré que se hallen en las Antípodas de los del autor americano, pero casi. La coartada genérica sirve a ambos directores para poder incidir en temas con una audiencia masiva que, de otra forma, lo más probable es que jamás se hubiera podido sentir interesada por ellos. Pero no hay en Bong esa necesidad de subrayado narrativo que lastra la mayoría de las propuestas de Spielberg; bueno, no la hay, debería precisar, salvo en las dos incursiones del cineasta de Daegu en el cine de Hollywood, Snowpiercer (2013) y Okja (2017), lo que, visto lo visto, impone tratar a la audiencia como a niños pequeños, optando por una apuesta argumental y visual marcada por la dualidad maniquea. Si, pese a ello, es Snowpiercer una gran película, se debe a su estructura narrativa, ya que tanto la intriga, adscrita en exclusiva al interior de un tren que no puede parar si sus pasajeros desean sobrevivir, y por tanto condenado al constante movimiento hacia delante, como la secuencialidad discursiva, que se articula en torno a un final también inevitable, acumulativo y en avance, propician una impecable conjugación de forma y fondo que trascienden sus pequeñas imperfecciones. No sucede lo mismo con Okja, pues guarda más que evidentes contactos con el anime cómico, entre ellos su anárquica manera de resolver los conflictos, a menudo usando un hilarante deus ex machina, con lo que el calado de fondo de la película apenas se atisba en alguna brillante secuencia (léase la del matadero), para quedar, a la postre, absolutamente desleído entre tanta excentricidad. Posiblemente, y teniendo en cuenta la edad de su protagonista principal, Bong Joon-Ho llevó a cabo un filme para niños con excelentes valores, pero incapaz de contagiar a los adultos de la mirada maravillada de los más pequeños como sí hacen, en cambio, las grandes obras destinadas a los menores de Anderson o Miyazaki, por poner dos ejemplos muy destacados.

En todo caso, sus brillantes incursiones en géneros tan dispares como el thriller de psicópatas –Memories of Murder (2003)–, el terror kaijuThe Host (2006)– o el melodrama noirMother (2009)– prueban que Bong es un auténtico maestro en forzar hasta los límites las normas genéricas con el objetivo de ofrecer brillantes reflexiones sobre la contemporaneidad en general, y sobre Corea del Sur en particular. Y ello lo logra mediante un férreo control de los recursos discursivos, lo que propicia un equilibrio, más que encomiable, magistral, entre el exceso posmodernista y la austeridad desnuda y honesta. De ahí que en todas sus obras palpite una visión crítica de su sociedad que se expresa con un seco realismo truncado por lo fantástico o lo grotesco.

«Bong es un auténtico maestro en forzar hasta los límites las normas genéricas con el objetivo de ofrecer brillantes reflexiones sobre la contemporaneidad en general, y sobre Corea del Sur en particular. Y ello lo logra mediante un férreo control de los recursos discursivos, lo que propicia un equilibrio, más que encomiable, magistral, entre el exceso posmodernista y la austeridad desnuda y honesta.»

Y ello es doblemente cierto en el caso de Parásitos, una película tan genial que logra con una aparente (y falsa) sencillez algo que parecen anhelar, con poca fortuna, casi todos los grandes creadores desde que la crisis de 2008 incrementó las desigualdades sociales en todo el mundo: llevar a cabo un filme de denuncia accesible para todos los públicos pero que, a la vez, sea endiabladamente bueno. Desde luego, la última cinta de su compatriota Lee Chang-dong –la espléndida Burning (2018)– cumplía dos de esos requisitos, pero su aliento poético, su ambigüedad discursiva y el cripticismo de su narración alejan, por desgracia, a una audiencia amplia. Por el contrario, Parásitos es, pese a lo áspero de su temática, una película realmente adictiva que, en la estela del Hitchcock más ligero y, por eso mismo, más abstracto –los argumentos son tan rocambolescos que dejan al discurso visual todo el peso del relato–, urde una historia de intriga cargada de giros sorpresivos, falsedades, dobles sentidos y altísimas dosis de humor negro. De hecho, hay mucho del espíritu de La trama (1976) en la película que nos ocupa, pues es también un drama familiar, una historia de timadores y egoístas patológicos y una constatación del poder corruptor del dinero.

No es de extrañar, en consecuencia, que, puesto que se trata de una obra de tesis con un elevado nivel de abstracción formal, la película trascurra prácticamente en un único espacio: la mansión de los Park, cuya minimalista, exquisita e impersonal decoración no es óbice para que los Kim la codicien cual una nueva Tierra Prometida. En tanto epítome de núcleo familiar antes perteneciente a la clase media (como lo atestiguan la medalla olímpica de la madre, la experiencia laboral del padre e incluso la inteligencia y cultura de sus dos vástagos), y que ahora sobreviven con trapicheos varios en el umbral de la pobreza, el cuchitril en el que habitan goza, sin embargo, de un calor de hogar del que carece la casa de los Park, gracias en parte al contraste de la fotografía de Kyung-pyo Hong, sobresaturada y de tonos fríos cuando corresponde al universo de la pudiente familia de clase alta, y oscura y de tonos cálidos cuando lo hace con el de los Kim.

Asimismo, Bong emplea secuencias de montaje largo para describir la cotidianeidad de esos intrusos en el «paraíso» que representa, sintomáticamente, esa lujosa construcción unifamiliar asentada en una pendiente (toda una «mansión en la colina»); dichas secuencias no solo dilatan el tempo narrativo para conferir a la historia el suspense motor del relato (v. gr. más que si los Kim serán descubiertos por sus incautos patronos, cuándo y cómo se verán expuestas sus mentiras), sino, especialmente, para teñir la atmósfera de esa vivienda, a priori una joya arquitectónica en la que cualquiera desearía vivir, en un paisaje de angustia y pesadilla, lo que explica que la obra cuente con momentos que lindan, directamente, con el terror (léase el contacto del benjamín de los Park con un «fantasma»).

«La sostenida tensión que va acumulándose conforme una nueva mentira de los Kim se suma a una nueva credulidad de la «mujer florero» Yeon-kyo (Cho Yeo Jeong), o a una nueva muestra de desidia del «macho alfa» Dong-ik (Lee Sun Kyun), dota al discurso de una cadencia interna vivaz y magnética, casi operística, que eclosiona en toda su intensidad en un clímax que, no por orgiástico y febril, resulta menos verosímil.»

Podría pensarse, según lo expuesto, que Parásitos es una obra de ritmo pausado, pero nada más lejos de la verdad: la sostenida tensión que va acumulándose conforme una nueva mentira de los Kim se suma a una nueva credulidad de la «mujer florero» Yeon-kyo (Cho Yeo Jeong), o a una nueva muestra de desidia del «macho alfa» Dong-ik (Lee Sun Kyun), dota al discurso de una cadencia interna vivaz y magnética, casi operística, que eclosiona en toda su intensidad en un clímax que, no por orgiástico y febril, resulta menos verosímil. Pero, además, con verdadera sabiduría narrativa, Bong le añade un epílogo que rubrica, ahora sí sin una pizca de humor, el fatal destino de los desposeídos.

Teniendo en cuenta que en la pieza se insertan elementos genéricos sobre el papel tan diferentes como el horror, la intriga, la comedia, el drama o el realismo social, si la propuesta no deviene un pastiche infumable, es, esencialmente, por la extraordinaria labor de su máximo responsable, que construye el relato alrededor de una serie de potentes metáforas, tanto a nivel del guion –de su propia autoría–, como, sobre todo, de la realización, a la par exuberante y clínicamente precisa. Como ejemplo, tomemos la dual configuración espacial que separa claramente a los acomodados Park de sus sirvientes. Tanto los Kim como la otra familia depauperada que participa en la historia viven en ignotos subsuelos, diezmados por la humedad o la carencia de luz, cual habitantes de un «infierno» que se opone al esplendoroso, y elevado, «cielo» de la casa de ensueño de los Park, o aun peor: como si fueran oscuros impulsos del subconsciente de los ricos dueños de todo cuanto es hermoso, reducidos así a entelequias, a notas al pie… a los garabatos pesadillescos del pequeño Da-song (Hyun-jun Jung). Es decir, que por no poseer, ni siquiera poseen el estatus de personas, lo que significa que, efectivamente, a ojos de quienes les dan dinero por su tiempo (lo más valioso que todos tenemos; tanto, que en el fondo tiene un valor incalculable), fuera de su funcionalidad no tienen consistencia real. No en vano, «los parásitos» a los que alude el título de la cinta, más que hacer referencia al matrimonio y a los dos hijos que fingen ser quienes no son para escapar de la miseria, lo que hace es aludir a esa idea que tan bien expresa Dong-ik en su obsesión porque Ki-taek (Song Kang-Ho) no solo no traspase una imaginaria línea de confianza con él, sino que acepte hacer cualquier cosa a cambio de dinero. Como si fueran parásitos, los empleados viven «a costa» de sus empleadores y por tanto han de aceptar el funcionamiento inamovible del organismo huésped si quieren seguir viviendo. Sin embargo, todos sabemos que, a veces, una entidad parasitaria puede llegar a destruir a su anfitrión y, con él, involuntariamente, a sí mismo; por no mencionar la existencia de la relación de simbiosis mutualista, en la cual ni huésped ni parásito son capaces de subsistir el uno sin el otro.

Con grandes dosis de acidez, pero también con momentos llenos de amarga tristeza, todos estos conceptos de la parasitología son trasladados al plano social, de forma que los agentes «invasores» o que atentan contra las convenciones establecidas (los pobres) son los que, en el fondo, terminan por definir y fortalecer a su «presa» (los ricos). O dicho de otro modo: en un sistema de feroz liberalismo capitalista solamente triunfa una minoría a costa de la pobreza y la desgracia de una mayoría. Por si hubiera alguna duda del sesgo político de la peripecia, Bong incluso tiene la lucidez de introducir en la trama a la pareja integrada por Moon-gwang (Lee Jung Eun) y Geun-se (Myeong-hoon Park), pronto convertidos en paradigma del humilde que, por haber obtenido las migajas de los poderosos, se aferra a ellas y casi adora a quienes se las han tirado, mientras que no dudará en atacar a cualquiera que pretenda arrebatárselas o incluso obtener otras migajas diferentes, sin ser consciente de que ello no sucedería si sus «amos» no acumularan más de lo que necesitan en sus manos.

«Con grandes dosis de acidez, pero también con momentos llenos de amarga tristeza, todos estos conceptos de la parasitología son trasladados al plano social, de forma que los agentes «invasores» o que atentan contra las convenciones establecidas (los pobres) son los que, en el fondo, terminan por definir y fortalecer a su «presa» (los ricos). O dicho de otro modo: en un sistema de feroz liberalismo capitalista solamente triunfa una minoría a costa de la pobreza y la desgracia de una mayoría.»

En suma, es Parásitos una fábula negra sobre el mundo de nuestros días, que retrata a quienes llevan sus riendas como seres profundamente clasistas pese a su aparente llaneza, férreamente encastillados en sus comodidades y en su culto a lo material y a lo aparencial (v. gr. no tiene desperdicio la opinión que le merece a Dong-ik su propia esposa), y que hacen gala de una absoluta falta de empatía, más que por una maldad congénita, por hallarse tan absolutamente alienados del mundo «real» que en verdad no entienden a las personas que lo habitan. No en vano, el diluvio que asolará la morada de los Kim será una agradable lluvia que reverdecerá el bello jardín de los Park.

Por su parte, los humildes se encuentran atrapados en una lucha por la supervivencia que los reduce a su lado más animalesco; de ahí el rencor injustificado que siente Chung-sook (Chang Hyae Jin) hacia su marido o el carácter desconfiado y/o agresivo, cuando no violento, de sus interacciones con otras personas de su mismo estrato social. Criaturas desterradas de la tierra de provisión, carecen, en las sabias (e irónicas) palabras de Noam Chomsky, de cualquier propósito o utilidad: «En la época precapitalista, cualquier ser humano tenía un lugar en el mundo. Puede que fuera un lugar no demasiado agradable, incluso es posible que fuera un lugar horrible; pero al menos todos tenían un lugar dentro del espectro social y ello les otorgaba algún tipo de derecho natural a vivir. Nada de ello sucede ahora con el capitalismo, que niega el propio derecho a la vida. Solo se tiene derecho a permanecer en el mercado laboral».

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