En una sociedad saturada de estímulos, la inmediatez ha devenido una suerte de Moloch cananeo, presta a devorar a sus hijos enseguida que se postran ante ella. No es de extrañar que dentro de esta espiral de la sin memoria y la eterna compulsión de lo nuevo, convertido en caduco nada más nacer, el espectáculo epatante sea el único que parece tener unas mínimas aspiraciones de poder destacar, con independencia de su calidad u originalidad, y de permanecer, ni que sea por un breve lapso de tiempo. Por eso, iba a expresar mi extrañeza sobre la nula repercusión mediática de una película tan magnífica como Armageddon Time (2022), hasta que he recordado que la elegancia discursiva, el clasicismo formal y la narración densa y sutil no están de moda. Es más, hasta tal punto se han hecho ajenos de las tendencias tales elementos, que el envoltorio formal de un filme tan temáticamente meridiano como este es capaz de despistar a más de uno y hacerle creer que estamos ante otra de las muchas romantizaciones que sobre la propia infancia han venido haciendo algunos cineastas recientemente con desigual fortuna; pienso, por ejemplo, en Roma (2018) de Alfonso Cuarón, Belfast (2021) de Kenneth Branagh o Apolo 10 1/2: Una infancia espacial (2022) de Richard Linklater.

Desde luego, Armageddon Time no oculta en ningún momento las raíces autobiográficas de lo contado, desde un protagonista, Paul Graff (gran papel el del joven Banks Repeta), cuyo nombre y aspecto se asemejan a los del director y guionista de la pieza, hasta el hecho de centrarse en el universo de una familia de emigrantes judíos de origen ucraniano. Sin embargo, la recreación nostálgica únicamente asoma al principio del relato, en calidad de tópico retórico sobre el que construir, o mejor dicho, deconstruir, una historia que, estructurada como un bildungsroman de manual, va mutando, de una forma tan orgánica como brillante, en metáfora de nuestro presente y en lúcido cuestionamiento del sistema capitalista (aviso para navegantes: el propio James Gray así lo constata en su entrevista para The Guardian).
«La recreación nostálgica únicamente asoma al principio del relato, en calidad de tópico retórico sobre el que construir, o mejor dicho, deconstruir, una historia que, estructurada como un ‘bildungsroman‘ de manual, va mutando, de una forma tan orgánica como brillante, en metáfora de nuestro presente y en lúcido cuestionamiento del sistema capitalista».
Demostrando una vez más, y como solo le está permitido a los grandes, que la experiencia concreta y anecdótica también puede ser universal, o haciéndose eco del famoso lema feminista, que «lo personal es político», Gray no se limita a lanzar una mirada llena de ternura hacia su niñez, sino que, sobre todo, retrata las coordenadas que forjaron su pensamiento ideológico y artístico, como declaración de intenciones y como reflexión ética sobre la necesidad de atenerse a unos principios, sobre todo en épocas convulsas… como la que vivimos hoy en día.

El componente idealista del ingenuo, soñador y sobreprotegido Paul y la utilización de lo acontecido «realmente» en el pasado para ofrecer una perspectiva diacrónica de la actualidad remiten de modo inevitable al universo de Tolstoi; y es que, en la línea del maestro ruso, el realizador neoyorquino dota de tanta entrañable humanidad a sus criaturas como responsabiliza a los condicionantes sociales de castrar o corromper el impulso naturalmente altruista de las personas. Un ejemplo revelador lo tenemos en el personaje del padre de Paul, Irving (Jeremy Strong), que, aunque nos es descrito continuamente como alguien dócil, bueno y humilde, protagoniza no obstante una de las escenas más duras de la cinta, en la que el montaje en corto y los bruscos movimientos de cámara redundan en el auténtico terror que le produce a su hijo recibir un castigo físico a manos de su progenitor. Desde luego, Irving no es de natural violento; pero su rol de «cabeza de familia», que alienta todo su entorno, empezando por su propia esposa, Esther (Anne Hathaway), le obliga a hacer alarde de esa crueldad cuando Paul actúe de una manera tan públicamente «escandalosa» en su escuela. Porque, más que la travesura en sí, el problema radica en que se trata de un comportamiento que «desprestigia» a toda su familia y que impide a Esther optar a su anhelada candidatura para el consejo escolar. No es casualidad que, cuando posteriormente Paul haga algo mucho más reprensible, dado que nadie del núcleo familiar tendrá conocimiento de ello salvo el propio Irving, este decida no ponerle un dedo encima. La presión del medio es tal, de hecho, que hasta un hombre con la honestidad y fuerza de Aaron (Anthony Hopkins), abuelo materno de Paul y verdadero líder del clan, será el responsable último de meter a su nieto dentro del pútrido engranaje del sistema. Es en parte por eso que, cuando el anciano ya no tenga nada que perder, le exprese a Paul sin tapujo alguno la necesidad de dar la cara por aquellos que carecen de voz.

Al respecto, Armageddon Time hace una defensa, nada burda pero tampoco nada velada, de la educación moral de los jóvenes, asentada en un conocimiento global de su mundo, es decir, sin ocultarles el rostro menos amable del mismo, empezando por los orígenes familiares propios. Nuevamente un glosador de la idiosincrasia americana, en la estela de Scorsese, Coppola o Cimino, y al igual que contemporáneos suyos como Paul Thomas Anderson o Andrew Dominik, la condición intrínsecamente emigrante de Estados Unidos es puesta en primer plano para ironizar sobre una supuesta pureza —cultural o de raza, lo mismo da— del ser estadounidense, además de contrastar con una voluntad crítica la sinceridad de las palabras de Aaron, que cuenta con sencillez la huida de su familia de su tierra natal por culpa de los pogromos, y por tanto el componente inevitablemente multicultural de su familia, con la oratoria pomposa, tópica y clasista de Maryanne y Fred Trump (Jessica Chastain y John Diehl). Obviamente, que aparezcan en escena dos miembros del clan Trump, mientras que la figura de Ronald Reagan se cierne a lo largo del metraje como una sombra que infecta de intolerancia y estupidez su nación, es bastante revelador del mensaje ulterior de James Gray; cuarenta años después, las cosas siguen igual y el mundo parece de nuevo al borde de una Tercera Guerra Mundial que, como bien sabemos todos por la existencia de armas de destrucción masiva, no será un evento luctuoso del que, de acontecerse, pueda recuperarse la humanidad.
«Nuevamente un glosador de la idiosincrasia americana, la condición intrínsecamente emigrante de Estados Unidos es puesta en primer plano para ironizar sobre una supuesta pureza —cultural o de raza, lo mismo da— del ser estadounidense, además de contrastar con una voluntad crítica la sinceridad de las palabras de Aaron con la oratoria pomposa, tópica y clasista de Maryanne y Fred Trump. Obviamente, que aparezcan en escena dos miembros del clan Trump es bastante revelador del mensaje ulterior de James Gray».
En este sentido, no es casualidad el título elegido por Gray para el filme (más allá de la anécdota de inspirarse en la canción de The Clash): el Armagedón de la autodestrucción no ha dejado de planear sobre nosotros por culpa de un sistema profundamente injusto, donde algunos seres humanos ya se encuentran condicionados, desde su nacimiento y por cuestiones tan poco vinculadas a la meritocracia personal como la raza o los posibles económicos, a formar parte, por un lado, de las élites que viven holgadamente y, por el otro, de los desfavorecidos, sobre cuyo sufrimiento dichas élites progresan. Junto a ello, está también el famoso concepto de «doctrina del shock», acuñado por la periodista y activista Naomi Klein, que es azuzado por los poderosos cada vez que quieren someter a las masas, a las que les muestran un Armagedón inminente del que solamente ellos podrán salvarlas… a cambio de aceptar un nuevo recorte de sus derechos y libertades.

Aunque en esta cinta asomen notas de humor poco habituales en Gray, sigue siendo, esencialmente, un maestro del melodrama contenido y cincelado, y por eso mismo, aún más lacerante —como bien demuestran títulos suyos anteriores de la calidad de Two Lovers (2008) o El sueño de Ellis (2013)—; de ahí que el destino final del otro protagonista del relato, Johnny (Jaylin Webb), produzca tal zozobra emocional en el espectador, hasta el extremo de teñir todo el discurso de una honda melancolía, en añoranza, no de un tiempo pasado mejor —y en realidad ficticio—, sino de una utopía social donde las personas no vivamos condicionadas por el miedo, la vergüenza, la cobardía, el egoísmo, la codicia, los prejuicios o la rabia.

En definitiva, Armageddon Time es una nueva muestra del talento de su autor para urdir tramas de sesgo clásico, esto es, basadas en la psicología de los personajes y en la construcción de los microuniversos que habitan. Por ello resulta tan exquisita la puesta en escena, cuya densidad metafórica —léase los barridos finales sobre los espacios más relevantes del relato, completamente vacíos, simbolizando el fin de una época: la infancia— no es menor que la de propuestas visualmente más exuberantes, como Z, la ciudad perdida (2016) o Ad Astra (2019).
«La fuerza de esta bella película radica en la transparencia, elegancia y sencillez de sus imágenes y en el contenido emocional de su narración. No hay trampas ni giros sorpresivos, solo una expresión honesta, casi una confesión, de los motivos por los cuales es imprescindible seguir en la lucha contra los hipócritas oligarcas que manejan el mundo, responsables directos de sus desigualdades económicas, sus desastres climáticos y sus conflictos bélicos».
Seguramente, ahí radica la fuerza de esta bella película: en la transparencia, elegancia y sencillez de su narración. No hay trampas ni giros sorpresivos, solo una expresión honesta, casi una confesión, de los motivos por los cuales es imprescindible, parafraseando a Aaron, seguir en la lucha contra los hipócritas oligarcas que manejan el mundo y que son los responsables directos de sus desigualdades económicas, sus desastres climáticos y sus conflictos bélicos. Es sintomático que Gray, que nunca ha sido un autor especialmente político, lance este mensaje justamente en la actualidad, cuando el estado moral y cultural de todo Occidente está llegando a unos niveles de involución y estulticia que nadie podía prever décadas atrás, con una derecha proclamando sin avergonzarse la ley del más fuerte que impera en el feroz neoliberalismo capitalista de nuestros días y una izquierda perdida en discusiones pueriles sobre el sexo de los ángeles. Sí que parece, en verdad, que todo se repita, y por tanto, salir a las trincheras, aunque sean las artísticas, es más necesario que nunca.