Tras una destacada carrera como dramaturgo, en la cual acuñaría su propio universo, basado en una dislocación de la cotidianidad más intrascendente mediante los giros sorpresivos y el más punzante humor negro, el debut en el medio fílmico de Martin McDonagh no pudo ser más afortunado, y Six Shooter (2004) ganó el Oscar al Mejor Corto de Ficción en la ceremonia del 2006. Dos años después llegaría su primer largo, esa pequeña joya denominada Escondidos en Brujas, con la que McDonagh seguiría demostrando sus dotes como escritor y confirmaría su capacidad tras las cámaras.
El estreno en nuestras salas de Siete psicópatas, su segunda película, es pues una oportunidad inmejorable para seguir ahondando en esa visión socarrona, pero también dramática, de la existencia humana que destila la carrera, literaria o cinematográfica, del autor británico, con el plus de que esta vez la cinta se estructura sobre un juego metalingüístico entre la ficción fílmica (su protagonista es un guionista alcohólico desesperado por escribir un gran éxito que le permita sostener su estilo de vida) y la realidad de la existencia de un grupo de losers que malviven en las cálidas calles de Los Angeles. En este sentido, el filme se encuentra muy claramente dividido en dos segmentos: el primero de ellos atañe a la presentación, fragmentaria y caótica, de cada una de las piezas que conforman su reparto, marcadamente coral, así como recoge el acto que desencadenará toda la intriga (el robo de la adorable perrita Shih Tzu), mientras que la segunda parte (sintomáticamente situada en el desierto, espacio de revelación, de desnudez y de indagación espiritual) ahonda en la psicología de los tres personajes principales del relato y es donde McDonagh aprovecha para introducir las cargas de profundidad características del conjunto de su obra.
Y es que nadie se lleve a engaño: bajo el envoltorio de un argumento de cine negro rocambolesco, testosterónico y cómico, al estilo de Quetin Tarantino o Guy Ritchie, Siete psicópatas es sobre todo un canto a la fuerza redentora del amor entendido este en el más amplio sentido del término, véase tanto el de pareja, encarnado en la relación entre Myra (Linda Bright Clay) y Hans (un memorable Christopher Walken), como el de fraternidad, sobre todo personificado por Marty (Colin Farrell) y su devoto amigo Billy (Sam Rockwell); pero también el amor a uno mismo, la búsqueda de la paz interior mediante el autoconocimento y la aceptación de las propias carencias y de la propia mortalidad.
En consecuencia, nuevamente McDonagh demuestra que la diversión no está en absoluto reñida con la reflexión de calado y que la risa es un potente instrumento (quizá el más potente que tengamos las personas) para combatir la absurdidad de la vida, una filosofía que sin duda bebe de sus orígenes irlandeses, muy patentes en todas sus creaciones. Por ello, a la postre la filmografía de McDonagh se halla mucho más próxima al universo, sarcástico y melancólico, pero también tierno, de autores como los hermanos Cohen (no en vano, Cartel Burwell es responsable de la banda sonora).
De ahí que el empleo de la ficción dentro de la ficción en la cinta no responda a un rasgo de estilo vistoso, postmoderno y meramente decorativo, ni tampoco a un cierto “ajuste de cuentas” con la industria cinematográfica, sino que devenga toda una declaración de principios del director, el recordatorio de que, más que los avatares que nos acaecen, es nuestra actitud ante ellos lo que termina por condicionar realmente nuestras vidas. Como ejemplo, citaré la paradigmática evolución de la historia del vietnamita a lo largo del metraje ‒uno de los esbozos que Marty tiene en la mente para su siempre postergado guión‒, que pasa de la anécdota gore o explotation a convertirse en un abigarrado cuento moral.
A la postre, eso es justamente lo mismo que acontecerá con toda la película de Siete psicópatas. Gracias al talento como guionista de McDonagh, y también a la vistosidad colorista, estética y por momentos hasta poética de su realización, nos encontramos ante una inteligente comedia que, partiendo de la poliédrica complejidad de los seres humanos, nos recuerda que incluso en el dolor hay una recompensa: el amargo cáliz del aprendizaje. Un filme, en definitiva, que vale la pena ver sabiendo lo que ofrece, y que va mucho más allá de la vivacidad de sus diálogos, de la excelencia de sus interpretaciones (todos bordan sus papeles, yendo desde Woody Harrelson hasta Tom Waits), de la ingeniosidad de su trama con varias capas de representación o de la belleza de la fotografía de Ben Davis. Para pensar y para divertirse. ¿Alguien da más?
Artículo originalmente publicado en ‘Koult’ (22/02/2013)