La relación amorosa entre Jesse (Ethan Hawke) y Céline (Julie Delpy), simbólicamente iniciada en un tren en Antes del amanecer (1995), culmina con broche de oro en la emotiva Antes del anochecer, al ofrecernos la perspectiva que aún restaba inédita para completar totalmente su historia: la de la cotidianidad de su vida en común.
En este sentido, cada una de las partes de esta joya del cine romántico indaga sobre los diferentes estadios del amor entre un hombre y una mujer; y lo hace además con voluntad expresa de seguir una misma línea de pensamiento sin renunciar por ello a otorgarle personalidad individual y sentido independiente a las tres obras, siendo todas parecidas entre ellas y a la vez diferentes. De esta forma, Antes del amanecer era un delicioso cuento sobre la pasión juvenil y la arrolladora intensidad del enamoramiento inmediato y espontáneo, mezclado con estampas de la Viena menos turística. En cuanto a la segunda entrega, Antes del atardecer (2004), se constituía en un brillante tour de force de menos de hora y media de duración, ubicado en París y articulado en torno a un diálogo a dos bandas, y casi ininterrumpido, sobre las ilusiones perdidas y la esperanza de redención a través del amor. Finalmente, la cinta que cierra la trilogía deviene una comedia dramática ingeniosa y divertida acerca de las relaciones de pareja, con simpáticas notas de “guerra de sexos” incluidas, en la que también hay espacio para una lúcida y melancólica reflexión sobre la agridulce concreción de nuestros sueños y, con ello, sobre la asunción de la madurez y el amargo don de la mortalidad.
Quizá por estas razones, en vez de ambientarse en otra augusta capital de Europa, Antes del anochecer transcurre en una isla griega, en tanto cuna de nuestra civilización y forjadora del sentimiento trágico de la existencia, esto es, de la “perpetua insatisfacción” (en palabras de Jesse) que propicia el choque entre nuestros sueños e ideales y la cruda realidad.
Y es que Grecia encarna el origen de todos los mitos sobre el amor y, por tanto, de todas las decepciones al respecto, pero, también, sirve para homenajear el peripatestismo aristotélico –lejana inspiración de la estructura narrativa de los tres filmes–, para evocar el proverbio helénico de que “los dioses castigan a los hombres concediéndoles lo que desean” y, sobre todo, para incidir en el socrático γνῶθι σεαυτόν (“conócete a ti mismo”) que de manera explícita trae a colación el personaje de Patrick (interpretado por el director de fotografía Walter Lassally): una sabiduría a la que, en el fondo, dedicamos nuestra vida, dado que en ella radica la clave de la felicidad.
De ahí que los personajes secundarios de Antes del anochecer tengan mucho mayor peso que en las dos primeras partes, pues no solamente su presencia es la que le imprime carácter propio a esta cinta, sino básicamente porque es la irrupción del Otro –en el sentido psicoanalítico, lacaniano, del término– la que fuerza al conocimiento del ego y la que lo condiciona. Por eso se inicia el relato con Jesse y su hijo, Hank (Seamus Davey-Fitzpatrick), involuntaria causa de la mácula que emborrona la vida de la pareja; y por eso la larga conversación durante la comida con un variopinto grupo humano recoge distintas actitudes y puntos de vista, según cultura, sexo, inquietudes y edad, ante el significado del amor.
Asimismo, y como ya se había esbozado en la anterior entrega de la saga (la inicial era sensiblemente más convencional en cuanto a su concepción), Antes del anochecer revela todavía más una autoría a tres manos, nuevamente con la implicación del también escritor Hawke en el guión, y de Delpy, quien además aporta su huella en la realización de Richard Linklater; y es que la carrera de la actriz francesa como directora no oculta, de hecho, la influencia de su participación en las peripecias sentimentales de Jesse y Céline, en un curioso fenómeno de retroalimentación creativa surgida de la amistad establecida entre Hawke, Delpy y Linklater tras su primera colaboración. Precisamente su condición de pieza hecha entre amigos explica su inefable cualidad de sincera y encantadora lección de sublimación de la sencillez, bebiendo de una forma de hacer cine muy europea (sobre todo, muy francesa, léase Jean Renoir o Éric Rohmer), que apoya toda la potencia del discurso en sus vivos diálogos, en sus creíbles interpretaciones y en su dirección sutil, ligera, natural y falsamente descuidada.
A la postre, Antes del anochecer entronca espiritualmente con ilustres ejemplos previos de indagaciones sobre el amor (y el desamor) conyugal, los cuales, a su vez, también se apoyan en el guión y en las interpretaciones, o bien utilizan el viaje como metáfora de la vida, o ambas cosas simultáneamente. Me refiero a obras como Te querré siempre (1954) de Roberto Rossellini –película citada de forma no explícita por Céline– o al engañoso homenaje que le hizo Abbas Kiarostami en Copia certificada (2010), pasando por Dos en la carretera (1967) de Stanley Donen –véase el diálogo de abertura de Jesse y Céline yendo en su coche desde el aeropuerto hasta la villa griega donde se hospedan– hasta llegar a Secretos de un matrimonio (1973) de Ingman Bergman –o el salto del debate trivial al rencor soterrado en la secuencia del hotel.
En definitiva, Antes del anochecer es una nueva muestra, igual que sus dos predecesoras, de que una cinta puede ser amable, amena y accesible y no descuidar por ello una voluntad de trascendencia, de expresar artísticamente una determinada visión de la condición humana, en este caso articulada en torno a algo tan vital para las personas como es el amor. Tierna, graciosa, inteligente y a la postre amarga, la película no es dogmática en sus planteamientos, pero tampoco imprecisa; y si la sutileza de su tono y el final abierto no llevan a conclusiones de causa y efecto, es innegable que una existencia marcada por la continua presencia de la transformación, del cambio y, en última instancia, de la muerte (ese sol que Céline y Jesse ven ponerse lentamente), aunque no permite aferrarse a nada, tampoco permite renunciar a nada. Y en la dificultad de ese equilibrio a veces quimérico reside la belleza trágica de la vida.