Manifiesto

Cuando no existía el ADSL, e Internet era un lujo exótico que podían permitirse sólo las grandes empresas con potentes ordenadores y más potentes módems, un hombre sabio me dijo: “Internet es el futuro, no lo dudes: llegará un día en que todos los hogares estarán conectados y la gente trabajará, aprenderá, comprará e interactuará sin salir de casa.” En sus palabras no había entusiasmo: “Es un instrumento muy potente, una gran creación del hombre que, como todo lo nacido de sus manos, será maravilloso y terrible. Dará información, pero no conocimientos. Falseará la realidad, difamará, confundirá, fomentará la saturación en un mundo simultáneamente más global y más fragmentado.” No es que fuera alarmista: sólo quería hacerme entender la magnitud de esa forma de comunicación en sus albores, avisarme del peligro inherente a cualquier herramienta de proporciones tan gigantescas, tan universales.

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Hoy, en la segunda década del siglo xxi, cuando en Occidente la mayoría de la población navega habitualmente desde sus casas, sus escuelas o sus trabajos, el poder de Internet es ya un hecho, y sus virtudes nos son bien conocidas: tanto como sus defectos. Todos sabemos su función de radio macuto fashion para divulgar bulos perniciosos en contra de opciones políticas, religiosas o sexuales, incluso en contra de individuos concretos a través de las redes sociales. Todos sabemos cómo ha tocado de muerte ciertas industrias del ocio que, no hace tanto, nadaban en la abundancia y, amparadas por el libre mercado y la ley de la oferta y la demanda, gravaban desmesuradamente los precios de sus productos sin ninguna decencia (qué irónico que ahora apelen a la nuestra…). Todos sabemos la simplista práctica del copy & paste, los datos sin contrastar, la facilidad con que se entronizan mediocridades gracias a la constancia de sus creadores para promocionarse. Todos sabemos –e intentamos olvidarlo– la impunidad para violar las leyes, para permitir la apología del racismo y el terrorismo y para dar cancha a la pornografía infantil y a otras miserias del espíritu humano. El futuro esbozado por William Gibson es ya presente.

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Sin embargo, luchar a contrapelo contra la evolución tecnológica es una actitud obcecada, significa instalarse en el anacronismo. Y, en tanto que ser todavía viviente, la existencia de la Red, integrada en mis experiencias, percepciones y entorno cotidiano, condiciona mi visión del mundo; igual que la existencia de la televisión, pilar de una sociedad regida por los mass media y las encuestas de opinión. Oponerme a ambas es oponerme a mí misma, pues mi infancia la conformaron, en parte, las imágenes de la caja tonta, mientras que mi vida laboral depende en gran medida de un acceso fluido y continuo a Internet. Podría decirse que la red global es una “televisión a la carta”, donde seleccionamos no sólo aquellos espectáculos que ansiamos ver pasivamente, si no que incluso nos permite convertimos en partícipes o artífices de los mismos. Si algo distingue Internet, por tanto, de otras obras humanas es, sobre todo, su capacidad para fomentar el intercambio y la creatividad.

Hace apenas tres décadas, en una sociedad regida por la narración visual del cine, la publicidad o la televisión, en la que el teléfono había sustituido como sistema habitual de intercomunicación el lento correo postal, se esbozaba un panorama creciente de uso marginal de la palabra escrita. Hoy los chats y el correo electrónico han invertido esa tendencia, a lo que hay que añadir la creación de un ciberespacio marcado por webs publicitarias de cualquier tipo de producto –ya sea empresarial, cultural o artístico–, y por la popularización de redes sociales como Facebook, Twitter, Fotolog, Myspace…, sin olvidar, por supuesto, la existencia de los blogs, en buena medida diarios personales reconvertidos en una suerte de cartas al director escritas por el propio director de la publicación, una retroalimentación egotista de ideas que, sólo a través de la sociabilidad y el aplauso al onanismo ajeno, logra ir más allá del solipsismo. A veces, incluso, hacen gala de mecanismos de difusión más burdos, basados en la pornografía, prototípica de nuestra era, de la propia intimidad, o, al menos, de la imagen que se intenta vender de ella.

Porque, no lo olvidemos, todo en Internet busca, y necesita, público.

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Una persona pudorosa como yo, en consecuencia, contemplaba los blogs a lo lejos, más asustada que fascinada por ellos, en tanto que evidencias del anhelo de centralidad de nuestras vidas; tal vez como nunca antes, en un mundo marcado por el desgajamiento de uno mismo, por la alienación, por el embotamiento intelectual, ético y espiritual, los blogs respondan a una necesidad terapéutica de sentirnos protagonistas. Y de compartir e integrarnos, de ofrecer al mercado esas cualidades que, creemos, nos hacen únicos. O para buscarlas en otros y saber que no estamos solos. O, todavía más, para recibir esa admiración que nos gustaría merecernos. Y es que, pese a nuestros problemas, vivimos en la Sociedad del Bienestar: seguimos siendo adolescentes en rebelión con el mundo, niños mimados que se frustran ante el incumplimiento de sus deseos.

Por eso, cuando llegó a mis manos un artículo de opinión de una popular revista musical de mi ciudad, en el que se advertía de los peligros de los blogs, lo leí con avidez, en la confianza de que sería una ejemplar hoguera de tópicos y vanidades; resultó, en cambio, todo lo contrario. Su autor, un pope mediático que, como todo buen predicador, certificaba sin querer sus carencias con su perorata, ostentaba sin tapujos, diría que sin vergüenza, la convicción de que los blogs eran nocivos porque permitían a cualquiera expresar sus opiniones, mientras que sólo los expertos estaban legitimados para darlas. No podía creer lo que leía; aunque responsable de una publicación que reiteradamente ha declarado su filiación de izquierdas –al atacar sin ambages ciertos comportamientos carpetovetónicos de la derecha española–, el articulista, no obstante, expresaba uno de los razonamientos más fascistas que he tenido la mala suerte de leer. Cierto es que, parafraseando a Wilde, la popularidad es la recompensa de la mediocridad, y que, cuanto menos elitista es un conocimiento, un principio, más se degrada. Cierto es que los blogs tampoco escapan de la pereza mental de gran parte de los ciudadanos del Primer Mundo (los del Tercero, bastante tienen con sobrevivir). Y cierto es que, en definitiva, estas páginas web gratuitas para usuarios suponen la democratización no sólo de los datos, sino de la capacidad para manipularlos, y es sabido que la rebaja ideológica es el gran talón de Aquiles de las democracias liberales.

Centro comercial

En efecto, en su búsqueda del aplauso de la masa, el político occidental tiende a la simplificación, a la demagogia y al pacto, a rebajar sus ideales y a alagar a su público con consignas y promesas, a acostumbrarle a la fácil dejadez de dorarle la píldora. El ciudadano medio de una democracia occidental tiene la credulidad del niño bien alimentado y la obediencia del avaro, temeroso de perder sus posesiones: su casa, su coche, su trabajo, su familia, su vida. Las ideas peregrinas que posee sobre su realidad le han sido repetidas hasta la náusea por los grupos de opinión, circulan de boca en boca como dogmas de fe. ¿Cuántas veces habremos oído eso de que algo es verdad porque ha salido por la tele? A pesar de lo cual, no es menos cierto que, de momento, no hemos sabido encontrar un mejor sistema de convivencia. Sí, a mí también me gustaría, como a Platón, ser gobernada por reyes-filósofos, por los mejores (los aristós) de cada núcleo humano. ¿Pero quién se erige en juez de las bondades de cada uno? ¿Quién decide quién es el mejor, el más apto? Si hay algo que la historia nos ha enseñado reiteradamente es que el complejo de superioridad de ciertos individuos –muy dotados y muy desequilibrados– ha supuesto un alto coste en vidas inocentes. El que se cree superior no ha alcanzado ni la paz psicológica (pues necesita medirse con alguien para sentirse pleno) ni la sabiduría (pues todo sabio es consciente de que sus conocimientos son, y lo serán siempre, limitados y, por tanto, la modestia le es connatural). Tal vez el ideal de líder soñado esté en esas personas que, anónimamente, realizan duros trabajos de entrega al prójimo. Sin embargo, la ausencia de ego o el exceso de escrúpulos para dejarse guiar por “un bien superior” les inhabilitan. Vanagloriarse de pertenecer a una minoría selecta, bien sea de clase o de intelecto, es sólo síntoma de inseguridad y estupidez. Y lo que es peor: de ello nacen verdaderas aberraciones. Los príncipes venecianos que evocaba José Antonio Primo de Rivera, los fasci di combattimento de Mussollini, la raza superior de Hitler son los frutos oscuros de una semilla perversa.

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Yo no pertenezco a ninguna elite y sé que, si no soy mejor que nadie, tampoco soy peor. Respeto las opiniones de los demás, por infundadas, erróneas e inmorales que me puedan parecer. Eso no significa que las comparta; es más, muchas las combato con palabra, pensamiento y acto. Por eso voy a escribir este blog. No para hablar de mí, ni para aportar nada; mi relevancia intelectual o ética es apenas significante en una población mundial que ronda los siete mil millones de almas. Lo haré por principios, por convicción, por protesta. Lo haré porque, en tanto que ser humano, mis opiniones son lícitas y merecen un respeto. Aunque sean pueriles, incultas, banales, tontas. Lo haré porque soy consciente de mis limitaciones y, por ello, soy capaz de seguir aprendiendo y superarlas. Lo haré, en fin, porque no me siento sola.

  1. Mis felicitaciones por tan sincero y agudo «Manifiesto».

  2. Cinta

    Nena!!! com sempre, un plaer llegir els teus escrits

  3. Maribel

    Ha sido un placer leerte!!

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