Spike Jonze y «Donde viven los monstruos»: La ciencia del juego

Unos dos meses después de su estreno en las pantallas estadounidenses, el tercer largometraje de Spike Jonze ha sido distribuido en Europa por Warner Bros como apuesta de la productora para la campaña navideña. No se engañe nadie, pues, sobre cuáles son las cualidades de la cinta y cuáles sus limitaciones.

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Donde viven los monstruos narra, de forma sutil e inteligente, un cuento infantil de corte clásico, con mensaje educativo de fondo incluido; temáticamente, por tanto, su universo se encuentra muy próximo al de las obras creadas desde la factoría Disney. El protagonista, el sensible pero travieso Max, vivirá un proceso de autoconocimiento a través de la encarnación, más que onírica, psicoanalítica, de sus fobias y sus filias, tras el cual superará su estado “monstruoso” e iniciará el camino hacia El Otro, esto es, hacia el mundo adulto. Como los Niños Perdidos de la famosa obra de J. M. Barrie, Max se resiste a crecer, no quiere que cambie su realidad, amenazada por la adolescencia de su hermana y por la nueva relación sentimental de su madre divorciada. Tras una acalorada discusión con esta última, dolido, su imaginación –¿o la magia?– hará realidad el mundo de sus fantasías, regido por sus caprichos y sin más normas que jugar todo el día; una salvaje sensación de libertad que, sin embargo, pronto se revelará insuficiente.

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Despojado Jonze de la complejidad y originalidad prototípicas de los guiones de Charlie Kaufman, su capacidad para sostener visualmente una trama tan directa y emotiva como la contenida en el celebrado cuento ilustrado de Maurice Sendak da lugar a una composición intimista y esperanzada, de belleza diáfana y tranquila, sostenida por una banda sonora de plácida musicalidad y una fotografía naturalista que hace más sorprendente, si cabe, la inserción en ella de los monstruos sobre los cuales reina Max. De hecho, la poética sencillez de sus imágenes, que recrean el instante recobrado con la inmediatez y la plenitud de la visión infantil, es la gran baza del filme, sumado a la edificante moraleja final y al impresionante verismo de los animatronics.

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Cabe destacar la labor de los actores, sobre todo la interpretación de su protagonista, Max Records, que logra equilibrar su personaje entre los dos opuestos que lo caracterizan (ternura vs. brutalidad) y, por extensión, que caracterizan toda la infancia. Junto a él, las voces que, entre otros, ponen James Gandolfini, Chris Cooper y Paul Dano a las complejas marionetas de la Jim Henson Company dotan a los monstruos del carisma necesario para constituirse en correlatos vivos de las aspiraciones y temores de Max. Y no hay que olvidar la aparición, siempre gratificante, de Catherine Keneer, en el papel de una atribulada pero cariñosa madre, que se erige como el contrapunto realista a esa ficción que el confuso Max vive para intentar comprender sus experiencias recientes; no en vano, la mirada final del pequeño se dirige a ella, y revela comprensión y amor.

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En tanto que relato del lado positivo del dolor como catalizador de la empatía, pero también canto a la infancia, Donde viven los monstruos recoge, durante buena parte de su metraje, un catálogo de juegos que, en última instancia, devienen símbolo de la potencia de la niñez –que hace de cualquier nimiedad punto de partida para el gozo–, pero también se constituyen en arma contra la conciencia de la alteridad y, por tanto, de la propia soledad. De ahí que las peripecias de Max estén ambientadas en una isla, clásica imagen del aislamiento y, como tal, de la individualidad, la autoconciencia, la libertad y el salvajismo.

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Vencer el egoísmo, madurar, es un consejo dado desde la cuentística más tradicional. Y, no hace tanto, una transformación similar a la de Max vivían también el protagonista de la simpática El emperador y sus locuras o el coche de carreras de Cars. Ligera y amable como éstas, Donde viven los monstruos emana alegría de vivir pero carece del sentido de lo fantástico, incapaz de crear un diálogo con el público adulto o de convertir a sus espectadores en niños, a diferencia de lo que consiguen con nota los mejores trabajos de los estudios Pixar o algunos de los exquisitos cuentos de Hayao Miyazaki. De esta forma, y pese a sus cualidades visuales, el filme termina por constituirse en un acercamiento a la edad púber muy convencional. En todo caso, Donde viven los monstruos es una película tan agradable de ver como fácil de olvidar, recomendable sobre todo para pasar unos cien minutos de deliciosa evasión.

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