Que nadie se confunda; la ausencia de estrellas en la nueva película de los hermanos Coen no significa que estemos ante una obra “menor” de sus autores, un mero divertimento al estilo de Arizona Baby, El gran Lebowski o Crueles intenciones, esta vez, empero, aderezado por una mirada, entre nostálgica y mordaz, sobre la infancia de los realizadores y los condicionantes culturales de la misma (el Midwest americano, el judaísmo, las postrimerías de los años 60…). En realidad, Un tipo serio es una de las películas más profundas salidas de la imaginación de este tándem creativo, y sus imágenes, de falsa cotidianeidad, se constituyen en una demoledora y pesimista reflexión sobre el (sin)sentido de la vida. El hecho de que la cinta se haya estrenado sólo dos años después del éxito de crítica y taquilla de No es país para viejos quizá haga que este espléndido filme pase injustamente desapercibido, a pesar de ser una de las propuestas más personales y ambiciosas de sus creadores junto a Barton Fink.
En efecto; como acontecía en este drama kafkiano sobre el proceso de creación, Un tipo serio está repleto de cargas de especulación filosófica, al tocar temas como la soledad del individuo frente a la maquinaria social o el origen del mal. Además, las cuitas de un profesor de matemáticas que ve derrumbarse todas sus seguridades son reflejadas en un ambiente paulatinamente más tenebroso, deshumanizado y claustrofóbico (con una resolución y una banda sonora dignas de una película de terror), cosa que también sucedía con la realidad de Barton Fink conforme se patentizaba su incapacidad para superar el bloqueo artístico.
Con el Libro de Job de fondo, Un tipo serio se pregunta por qué a Larry Gopnik, un hombre bueno, cabal y responsable, que actúa en consonancia con sus principios éticos y religiosos, la vida (o Yahvé) parece castigarle y hacerle la zancadilla de forma repentina e ininterrumpida. La búsqueda de una explicación le llevará a acudir a tres rabinos, pero sus soluciones serán tan simplistas como hueras. Ante ello, al protagonista no le quedará más remedio que intentar mantenerse cuerdo y repetir hasta la extenuación que “él no hace nada” para merecer semejante sufrimiento. Tal vez ése sea, sin embargo, el gran problema de su existencia, su gran pecado: limitarse a ser un simple espectador. La tragedia, de hecho, irrumpirá en su vida cuando el mazazo del dolor le obligue a ser parte activa de la misma. Irónicamente, Larry terminará por extraer una lección distinta a la canónica, y, por ello, parecerá obtener una respuesta divina…
Desde su inquietante prólogo hasta su ominoso final, Un tipo serio se articula como una parábola toránica despojada, eso sí, de cualquier atisbo de prédica enjundiosa, y camuflada bajo el ameno envoltorio de una comedia negra no excesivamente descarnada. La inteligencia y sutileza de un guión plasmado en situaciones tragicómicas y en diálogos de marcado tono surrealista, sumadas a una dirección apoyada en el exceso hábilmente dosificado, hacen de este largometraje una pieza que apela a nuestras emociones tanto como a nuestro intelecto.
El personaje principal del filme –un hombre normal para bien y para mal– se erige como emblema del fin de una época, la retratada en esa comunidad judía de Minnesota, y del principio de otra, la de un Occidente globalizado y abocado al vacío, constreñido por la cobardía, el egoísmo y la limitación racional de sus habitantes, incapaces de aprehender esa nueva realidad saturada, fragmentaria y compleja. Si, pese a todo, los problemas de Larry no son nada comparados con los de su hermano Arthur, es porque el “tipo serio” protagonista de la obra es un reflejo de esa tristeza que arrastra la sociedad americana (y, con ella, todo el Primer Mundo) ante la ausencia de valores a los que asirse. De ahí que Ethan y Joel Coen nos sitúen frente al dolor de un ser humano cercano, una figura casi paternal, para medirnos con él cara a cara y congelar nuestra risa con el terrible recordatorio de la absurdidad de la existencia, de la banalidad del mal, de la insignificancia humana. Y de la inevitabilidad de la muerte.