El tercer largometraje de Daniel Monzón confirma las virtudes y los defectos de sus dos películas anteriores. Iniciado en el mundo cinematográfico como crítico, el bagaje adquirido por el director se traduce en un conocimiento de la técnica y en una cinefilia que aportan a sus obras un envoltorio de qualité. Sin embargo, ello no compensa los defectos de unos guiones endebles y de la desigual plasmación visual de los mismos. Así, si en El corazón del guerrero su realización, excesiva y enfatizada, lograba momentáneos hallazgos de gran fuerza poética en la descripción del choque entre realidad y fantasía vivido por el protagonista, en La caja Kovack el estilo elegante y sofisticado de las imágenes era incapaz de ocultar el carácter de anodino refrito de la cinta, un thriller conspiratorio de lo más manido.
Como sus dos predecesores, Celda 211 es, pues, un filme irregular. Tal vez sea por las limitaciones impuestas por un género tan acotado como el carcelario, pocas veces capaz de escapar del alegato progresista más maniqueo o de la simple movie action descerebrada. Tal vez sea culpa del guión –o de la novela en la que éste se basa, que desconozco–, cuyo tono desesperanzado y pesimista –y, por ello, falsamente profundo– es sólo uno más de los tópicos que, paulatinamente, van ahogando la película. O tal vez sea porque Monzón todavía no ha sido capaz de encontrar una voz propia, de desligarse de sus conocimientos fílmicos y dejar libre de referencias su talento, para poder crear una obra honesta y auténtica. Por ello, si la película destaca por una cuidada planificación, que se traduce en brillantes momentos aislados, de un hondo calado visual y temático, carece de una trabazón interna que le permita superar las inconsistencias –muchas, demasiadas– del guión. Por citar el ejemplo más flagrante: si bien los reclusos sublevados no son caracterizados como unos angelitos, su violencia es presentada –y disculpada– como la crueldad espontánea de niños grandes, víctimas del desamor, la ignorancia, el medio hostil y las drogas, mientras que el gran villano de la función, con una maldad premeditada e inexcusable, no es otro que el funcionario encarnado por Antonio Resines, artífice involuntario del motín y responsable del descenso a los infiernos del protagonista.
A ello se le suma el hecho de que Celda 211 sea una nueva prueba de la (peligrosa) popularización del formato digital para narrar historias de corte realista, tendencia ésta que cada vez más parece confundir forma con fondo, y provoca que obras de un poso de lo más rancio y vulgar (véase Enemigos públicos de Mann) sufran una operación de cosmética que pretenda camuflar su falta de potencia narrativa y de originalidad. Que la cámara se lleve al hombro y que se filmen continuamente (cansinamente) las nucas de los actores no significa aportar nada nuevo, ni siquiera entretener; y, por supuesto, tampoco significa ser “real” porque, es una perogrullada decirlo, incluso el cinéma más verité supone una operación subjetiva de selección de lo mostrado y, por tanto, deviene completamente artificial.
En cualquier caso, si algo destaca de Celda 211 es el perfecto dominio de Monzón del plano detalle y el primer plano, una capacidad metafórica y sintética que da lugar a las tres mejores secuencias del filme: la apertura en la celda que da título a la obra; el cierre con la declaración, significativamente en claroscuros, de Almansa (estupendo Manuel Morón), personaje que encarna, de forma más sutil e inteligente que Utrilla, el mal del sistema, y la secuencia que narra la amarga y definitiva epinafía de Juan. Junto a ello, el director cuenta con un elenco de actores muy solvente, sobresaliendo la interpretación, magistral, de Luis Tosar, que consigue hacer creíble, y complejo, a un personaje por lo demás tan esquemático como Malamadre. Ello redime la cinta de ser la mera película “de temporada” española, esto es, el filme made in Spain que cada año aúpa una crítica, no sé si calificar de patriótica, empeñada en convertir en hitos cinematográficos medianías de la talla, por citar un ejemplo, de Los lunes al sol (¿Quién se acuerda ahora de ella? Pues los panegíricos en su momento fueron desorbitados…). Lástima la esquemática caracterización de los personajes; lástima que la acción funcione con un engarce de causa y efecto tan exiguo como previsible; lástima la elección de Alberto Amman para un protagonista que se le escapa de las manos; lástima que todo se reduzca al clásico cambio de roles “los buenos son malos y los malos son buenos”; lástima, en fin, que Monzón opte por lo más fácil y haga una simple película de desventuras carcelarias apoyada en dos o tres lugares comunes de pseudocrítica social y de pseudoreflexión psicológica. Con oficio y buenas intenciones, a menudo, no basta.