La nueva película de Kathryn Bigelow es un filme bélico en el sentido más literal del término; despojado, pues, de cualquier posicionamiento ideológico, sociológico o metafísico, narra de forma directa e implacable la cotidianeidad de un grupo de artificieros estadounidenses en el Bagdad actual. Consecuentemente, carece de la perspectiva antimilitarista de obras como Senderos de gloria o La chaqueta metálica; del cuestionamiento político de la intervención armada norteamericana de Corazones de hierro o Redacted, o de la reflexión existencial de Apocalipsis now o La delgada línea roja. Sin embargo, es de agradecer que la directora no insulte la inteligencia del espectador y nos libre de una visión gloriosa o épica de la guerra. Muy al contrario, sus imágenes, nerviosas, sucias e inmediatistas, como las de un reportaje televisivo, constatan que el caos y el terror son el pan nuestro de cada día entre los soldados movilizados. Bigelow mantiene un discurso argumental coherente con el discurso visual, y, por tanto, ni justifica la contienda ni esquematiza a los personajes.
Así, su principal protagonista, el sargento James (un excelente Jeremy Renner), es retratado como un ser complejo, tan heroico como patético, un adicto a la adrenalina que encuentra el verdadero sentido de su vida en el momento en que expone su integridad física, mientras que sus dos compañeros de brigada, el cabo Eldridge y el sargento Sanborn, encarnan sendas reacciones, más racionales y comunes, ante la diaria convivencia con las bombas: el primero es víctima de una tensión enfermiza, obsesionado con la idea de que hoy puede ser su último día, mientras que el sargento se aísla en una coraza de concentración, como si el desempeño eficiente de su trabajo le garantizase escapar de la muerte. Aunque sin duda se contemple con cierta admiración la conducta de los artificieros, ya que son personas que voluntariamente arriesgan sus vidas para salvar las de los demás, la cinta, sin desmerecer el coraje o el altruismo de estos profesionales, destaca especialmente la anormalidad de su comportamiento, esa búsqueda mórbida, oscura, del peligro.
Con En tierra hostil, la realizadora californiana demuestra una vez más su buen oficio tras las cámaras, al construir un thriller ameno, angustioso y triste, y se confirma como una de las mejores representantes de un género tan irónicamente masculino como son las action movies. Pese a ciertas inconsistencias de guión, habituales por otro lado en esta autora que priva la espectacularidad y el entretenimiento a cualquier otra instancia de la obra, la pieza posee una armazón narrativa más trabada que otras de su filmografía, al partir del testimonio directo del guionista, Mark Boal, cuando era reportero en Irak e hizo el seguimiento de una brigada de especialistas en desactivación de explosivos. Ello tal vez explique ciertos giros argumentales que juegan con las convenciones del género y que patentizan todavía más la desequilibrada –y atractiva– personalidad de James.
Que nadie se espere, empero, ningún tipo de discurso moral sobre la legitimidad o ilegitimidad de un conflicto vergonzoso y obsceno; la trama, de hecho, bien podría haber estado ambientada en cualquier otra contienda. Y, si bien es cierto que la película obvia la dimensión poliédrica de los hechos –que nos permitiría comprender las motivaciones de esa masa civil amenazando infatigablemente a las tropas extranjeras–, no lo es menos que también esquiva la glorificación patriótica de los soldados, representados como personas corrientes, con sus miserias particulares, abocadas a una situación extrema; de ahí, la expresión inglesa que da título al largometraje (traducible como “al límite”, “en el filo”), así como la opción por un elenco protagonista semidesconocido (rostros famosos como los de Ralph Fiennes o Guy Pearce aparecen en simples cameos). En tanto que honesto y hábil retrato del microcosmos de los tres protagonistas, la cinta es magnífica; aunque no abasta más allá. Y tampoco lo pretende. ¡Eh, que es una peli de Kathryn Bigelow!