La cinta blanca: el pueblo de los malditos

Pese a estar ambientada en un pueblecito protestante del norte de Alemania en los albores de la Primera Guerra Mundial, la ganadora de la última edición del Festival de Cannes no pretende ser, a la postre, una reconstrucción histórica de los motivos que llevaron al país germano al infierno de la barbarie nazi, sino, en coherencia con el resto de la obra de su realizador, una nueva reflexión sobre las raíces del mal de la sociedad contemporánea, esta vez encarnadas en la perniciosa influencia de los dogmatismos en las mentes, maleables, de los niños.

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Tan gélidas como inquietantes, las imágenes de La cinta blanca introducen una serie de recursos formales hasta el momento inéditos en el estilo del director bávaro, tales como el blanco y negro; el encuadre, estático y pictórico, de los planos, o la voz en off de un narrador-personaje. Junto a ello conviven los rasgos formales más paradigmáticos de la obra de Michael Haneke (véase la ausencia de score; la exhibición, impersonal y distante, de la violencia; el rostro –el primer plano– como espejo del alma, etc.), lo que recuerda al público que, bajo la elegancia de una fotografía de marcados contrastes en claroscuros y de una puesta en escena casi teatral, se esconde una mirada similar a la contenida en el resto de la filmografía de su autor, esto es, una vivisección implacable, casi clínica, y más sociológica que antropológica, sobre el lado tenebroso de la conducta humana.

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La cinta blanca es, por tanto, una obra de tesis en la que los personajes se mueven con un determinismo del medio cercano a la novela naturalista decimonónica, y que parte del apriorismo rousseauniano –algo ingenuo– sobre la natural bondad del ser humano, pervertida por una sociedad castradora. De ahí que, si bien algunos personajes encarnen el lado positivo de esa población que parece maldita (como el maestro, la niñera, el campesino…), todos ellos pertenecen a clases desfavorecidas o a grupos marginales, o bien son foráneos, mientras que los tres próceres de la localidad –el sacerdote, el barón y el médico– representan, cada uno a su manera, un tipo de despotismo que engendrará en su descendencia y en la de la clase media, ansiosa por ascender a su pedestal (v. gr. el administrador y su familia), el monstruo atroz de la intolerancia, el fanatismo y la cobardía del nacionalsocialismo.

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De hecho, el director emplea una trama de suspense –como ya hiciera en Caché– para describir el proceso de sublimación de las frustraciones individuales a través de la tiranía ejercida por los poderosos sobre aquellos considerados inferiores según las normas sociales: las mujeres, los niños, los pobres… El buscado distanciamiento formal respecto a lo narrado, que facilita la ingestión de un discurso tan duro y contundente, contrasta con una ambientación de atmósfera enfermiza y opresiva, de forma que su visionado provoca una constante zozobra en el ánimo del espectador, seguro en su posición de entomólogo que asiste al lamentable espectáculo de “criaturas” ajenas a él y, simultáneamente, acongojado por el augurio continuo de una catástrofe atroz a punto de eclosionar. Un final enigmático y abierto redunda en el desasosiego producido por la sospecha, nunca confirmada, de la muerte definitiva del reducto de la inocencia comunitaria (esa pureza simbolizada en la cinta blanca que llevan los dos hijos mayores del pastor, sintomáticamente también un castigo por su incapacidad de atenerse a la sofocante disciplina de su padre).

whiteribbon-bluBella y terrible, una suerte de mixtura entre Dies Irae y El pueblo de los malditos, La cinta blanca es una exquisita muestra de la profundidad, estética e intelectual, que puede llegar a alcanzar el séptimo arte; filme doloroso de ver e imposible de olvidar, su desoladora vertebración filosófica y sus hipnóticas imágenes permanecen en nuestra mente y nos producen el mórbido placer de toda gran obra capaz de ahondar sin mojigatería, y sin delectación, en los abismos del alma humana.

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