«Urtain» de Animalario

La oferta teatral en las principales ciudades españolas es amplia y variada. Cierto; no son Londres ni Nueva York, pero la cartelera viene surtida: compañías privadas que rinden tributo a su público, una mayoría de espectadores que pide evasión basada en vestir la mona con otras sedas (v. gr. musicales, monólogos cómicos, boudevilles de viejas glorias, stomp…); ciertos conatos vanguardistas que con frecuencia devienen globos hinchados de aire; montajes academicistas de obras clásicas o de qualité; el estimulante (y poco difundido) underground teatral… En realidad, la misma historia de siempre: la comercialidad que erige monumentos a la estulticia y busca sólo el beneficio económico; una “elite” –anacrónica o moderna, pero igual de rancia– que pergeña engoladas exhibiciones onanistas para una minoría acomplejada, y las voces nuevas y frescas, acalladas por la algarabía de unos y otros. Pero no hay que perder la esperanza: el bosque no puede taparnos los árboles. Porque hay árboles. Y grandes.

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Paradigma de ello es “Animalario”, formación teatral nacida en 1996 de la unión del grupo de intérpretes “Ración de Oreja” con la compañía “Riesgo” de Andrés Lima, que saldría de los circuitos minoritarios en 2003 con su interesante montaje Alejandro y Ana..., gracias en buena medida a la fama adquirida por algunos de sus miembros en cine y televisión. Su consagración definitiva, empero, llegaría dos años después con un merecidísimo Premio Nacional de Teatro por Hamelin, una pieza de discurso valiente e inteligente, cuya inusual hondura ética y emocional quedaba plasmada en una puesta en escena brillante y arriesgada.

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Urtain, estrenada en Madrid el 23 de septiembre del 2008, es el montaje de “Animalario” actualmente de gira por España, y que recala en el teatro Romea de Barcelona hasta finales de noviembre.

Escrita por Juan Cavestany y dirigida por Andrés Lima, la obra, como indica escuetamente su título, gira en torno a la figura del púgil José Manuel Ibar Azpiazu, alias “Urtain” (el nombre del caserío en el que nació), que vivió un fugaz período de gloria entre 1968 y 1972, al llegar a ser campeón de los pesos pesados en Europa por dos veces. Sin embargo, el texto de Cavestany no se preocupa en hacer una biografía detallada de Ibar sino que, a través de un alegórico combate del boxeador consigo mismo y con el mundo, practica una vivisección de la España que va desde las postrimerías del franquismo hasta las olimpiadas de 1992. Ibar es el ecce homo (de ahí que se le crucifique en escena), el pelele víctima de una educación viciada y de una sociedad de egoístas, cobardes y envidiosos, sin 1265799451_0conciencia cívica ni principios éticos. El machismo, el engaño, la violencia, la avaricia, la hipocresía, la corrupción y la ignorancia desfilan en unión orgiástica como en los textos de Valle-Inclán. Y, como en ellos, el sarcasmo más cruel sirve de contrapunto colectivo y de escalpelo social de la tragedia individual que se representa ante el público; el del teatro y el formado por los personajes secundarios, una versión pervertida del coro griego (de ahí su constante letanía: “mátalo, mátalo, mátalo…”).

Ocho actores de continua presencia en el escenario –en este caso, un cuadrilátero– interpretan a diversos personajes, mientras doce asaltos en cuenta atrás recorren la pendiente que ha llevado a Urtain al suicidio. De hecho, unos de los grandes aciertos del montaje es esta estructura en flashback, que incrementa el patetismo de la situación; a este respecto, deviene espeluznante el cómico canto a varias voces de Como yo te amo de Raphael.

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Y es que la música –muy a lo Bertolt Brecht– juega un papel capital en la representación, que se articula como una sucesión de pequeños números de cabaret: hay baile, y canciones, y gags cómicos, y exhibición circense, y boxeo, y sexo… Es, por tanto, una obra compuesta a base de retazos, como la memoria, la de Ibar y la de su época. Asimismo, la ausencia de atributos de los personajes (salvo el protagonista, interpretado con convicción por Roberto Álamo), que intercambian papeles sin casi mudarse de ropa; el minimalismo de la puesta en escena, prácticamente reducida a algunos juegos lumínicos, y la presencia de un presentador-corifeo, que puntea el desarrollo de la función con comentarios extradiegéticos, otorgan al montaje un alto nivel de abstracción y distanciamiento que, sin embargo, no palia el impacto emocional de algunas de sus escenas (léase el desolador final), sino que convierte cada uno de los rounds en símbolos de los excesos de Ibar y de sus coetáneos (y no sólo los de los años 70, los que ansiaban el pelotazo, sino también los de los 90, los que lo llevaron a cabo). Ello, sumado a las constantes referencias a los medios de comunicación que encumbraron a Ibar y luego se olvidaron de él (como verdaderos demiurgos de una tibia conciencia colectiva), termina por ahondar en la idea de que, bajo la apariencia de democrática normalidad, la España profunda sigue latente, pues sus males son atávicos y sólo han sufrido una limpieza de cutis.

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Urtain es, en definitiva, una prueba del valor seguro que es “Animalario”, compañía que dignifica nuestra escena con cada nuevo montaje. Es también una muestra de todo lo que puede dar y decir esta formación en poco menos de dos horas: la convivencia armónica de la sátira y el drama y una experimentación formal nada huera, cimentada en una visión lúcida y crítica de la sociedad española. Pero, sobre todo, Urtain nos concede la rara oportunidad de disfrutar del teatro. Pero del de verdad. Sin pedantería. Sin estupidez. Con talento, sólo con talento.

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