Casi tres años hemos tenido que esperar para el estreno en España de la última película de Todd Haynes, autor cuya filmografía, breve pero muy potente, se caracteriza por la diversidad de propuestas formales para resolver –y reinventar– distintos géneros del celuloide. I’m not there es una nueva e iconoclasta incursión del realizador en el musical y en la biografía, como ya lo hiciera en 1998 con la estupenda Velvet Goldmine; sólo que ahora no proyecta una visión global, entre sociológica y telúrica, sobre un fenómeno de la música popular, sino que se atiene a una inmersión mitológica en el universo de uno de los grandes creadores de nuestra época: Bob Dylan.
I’m not there es una creación poliédrica y multiperspectivista, fragmentaria y yuxtapuesta, un biopic que rehuye de manera consciente todas las convenciones del género. Para empezar, el protagonista no es encarnado por una estrella que ha forzado al límite sus capacidades interpretativas y su aspecto físico con el objetivo de parecerse al referente biografiado, sino que seis actores muy diferentes respecto al original (entre ellos, una mujer y un niño negro) personifican cada una de las seis “máscaras” –Haynes dixit– del cantautor de Duluth. Con ello, el director patentiza tanto la conciencia sobre la imposibilidad de ahondar honestamente en la complejidad psíquica de un genio como la ambición de reflejar una suerte de verdad espiritual y artística del retratado, que sea capaz de trascender las peripecias vitales del mismo y de revelarnos el cómo y el porqué de su fascinación, de su talento y de su creatividad. De hecho, el filme no pretende exponer la trayectoria vital de Dylan; de ahí que las máscaras tengan nombres diferentes y que, salvo en el rótulo de apertura, no se mencione más al homenajeado. Aparecerán, eso sí, sus canciones (la mayoría sintomáticamente en covers), y también, un tanto tergiversadas y deslavazadas, algunas anécdotas biográficas de dominio público en parte de las historias contadas (sobre todo, en las protagonizadas por Christian Bale y Cate Blanchett), con el propósito de recordarnos que, por muy alejadas que parezcan algunas tramas de Dylan y su contexto, son sólo facetas de un mismo diamante.
En coherencia con la figura en torno a la cual pivota la obra, el realizador californiano opta por construir su relato de una forma más musical que narrativa, como una sinfonía con movimientos diferentes que se superponen, se mezclan, se retoman y se transforman. La plasmación formal de ello se traduce brillantemente en un calidoscopio de opciones visuales asociadas a cada uno de los alter ego dylanianos: el minimalismo en blanco y negro, casi abstracto, que recoge los testimonios del poeta callejero Arthur Rimbaud (sic), enlaza con las imágenes documentalistas vinculadas al cantante de folk –y futuro predicador evangelista– Jack Rollins, y pasa por el clasicismo que narra las aventuras del pequeño Woody, sin olvidar la felliniana crisis creativa protagonizada por el andrógino Jude Quinn o el western crepuscular del envejecido Billy (inevitables las referencias a Peckinpah y su Pat Garret y Billy el Niño), para llegar a la très europeén vida de la moviestar Robbie Clark.
Heath Ledger, Christian Bale, Cate Blanchett, Richard Gere, Marcus Carl Franklin, Ben Whishaw: todos son Dylan, y ninguno lo es; la elección de la canción “I’m not there” como título de la cinta responde al deseo, entre irónico y programático, de manifestar que, efectivamente, el compositor de Minnesota no está en el filme. Obra inteligente, y arriesgada, tan lúdica como lúcida, se constituye en emblema de una cierta concepción intelectual del cine, muy en boga entre algunos sectores artísticos en general, y estadounidenses en particular, que aúna a partes iguales la vertiente creativa del proceso fílmico con su componente de evasión más frívola o espectacular, en tanto que industria y medio de entretenimiento de masas. A diferencia de otros autores, empero, Haynes no hace de la originalidad un propósito en sí, y su cinefilia no pergeña un pastiche posmoderno que legaliza –o excusa– cualquier salida de tono huecamente efectista, sino que encaja con destreza piezas de orígenes diversos para armar, mediante un voluptuoso y exquisito barroquismo, una liberadora subversión de los códigos expresivos tantas veces repetidos en la gran pantalla, con el propósito de recuperar, de forma innovadora y espléndida, las potencialidades de arte total del cinematógrafo.
Los fans de Dylan, los admiradores de No direction home, los amantes del séptimo arte no se arrepentirán de ver y de degustar, al salir de la sala de proyección, este largometraje, con calma, con agradecimiento.