Hasta el 24 de mayo, el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona acoge “Atopía. Arte y Ciudad en el siglo XXI”, magnífica exposición que reúne más de un centenar de obras creadas por una cuarentena de artistas contemporáneos de diversa procedencia geográfica, dedicados a distintas disciplinas estéticas (pintores, escultores, fotógrafos…).
Con Josep Ramoneda e Iván de la Nuez como comisarios, las piezas mostradas se articulan en torno al concepto de “atopía”, mediante la dialéctica entre su raíz etimológica (literalmente, a-topos, “sin lugar”, “desubicado”) y su significado médico, que define la tendencia genética de ciertas personas a padecer alergia a sustancias inocuas para la mayoría de la población.
“Atopía”, por tanto, pretende reflejar el sentimiento de alienación del individuo y, más concretamente, del individuo-almenara (los artistas) durante la primera década del siglo XXI; una alienación que difiere de las fantasmagorías opresoras retratadas por Kafka en la centuria pasada, puesto que ahora se halla vinculada a un sentimiento pasional, y a menudo exaltado, de padecimiento íntimo, de índole tanto psíquica como física, producido por la incapacidad para encontrar el espacio propio en una urbe global que fascina y repele, una vorágine consumista, tecnológica y mestiza que engulle en su espectacularidad vacua y fastuosa.
La exposición se divide en cuatro partes: “La ciudad vs. el habitante”, “La ciudad sin habitante”, “El habitante sin la ciudad” y “Apoteosis urbana”, a las que hay que sumar un “Prólogo” y un “Epílogo” y tres interludios en los tres primeros apartados (denominados “Transición”), en los que son colocados estratégicamente tres creadores y sus respectivas obras para ubicarnos semánticamente en el siguiente apartado.
“La ciudad vs. el habitante” retrata las personas como piezas divergentes, casi incómodas, postizas, de unos mecanismos fácticos y económicos que no contemplan las particularidades individuales, lo cual las condena al extrañamiento y la soledad. De ahí que resulten reveladores los paralelismos temáticos de las fotografías de anothermountaiman (heterónimo del hongkonés Stanley Wong Ping-Pui) con las del nigeriano Emeka Nokereke. Igualmente notables son los cuadros de Tim Eitel, que nos recuerdan los resultados finales del consumismo feroz, y la “Transición” a cargo de Carlos Irijalba, con sus reflexiones “Überlegung” (valga la redundancia), que reducen al absurdo la conversión de la vida en un espejismo de sí misma.
En cuanto a “La ciudad sin habitante”, presenta una realidad abrumada por la fisicidad de los espacios, en la que los objetos, las formas arquitectónicas, asumen el protagonismo e integran a los seres humanos como elementos decorativos de su propia materialidad. Ilustrativas al respecto son la serie fotográfica del portugués Nuno Cera, “A room with a view” (donde los paisajes de diferentes ciudades se mezclan con la mirada que los recoge desde distintas, e impersonales, habitaciones de hotel) y la irónica orfebrería en plata “Las joyas de la Corona”, del cubano Carlos Garaicoa (miniaturizaciones de edificios tristemente famosos por los crímenes contra la humanidad cometidos en ellos: el Pentágono, la KGB, la Stasi, el Estadio Nacional de Chile, la ESMA de Argentina…). Destacan, asimismo, el cuadro Cuevas urbanas, nuevas cartografías de Baltazar Torres o las tres filmaciones de Sergio Belinchón que componen la nueva “Transición”, especialmente su vouyerista corto Office.
“El habitante sin la ciudad” es la otra cara de la moneda, la vivisección de una humanidad deshumanizada, sin norte, convertida en maniquí de belleza fría y alienígena (v. gr. las obras de Oleg Dou), en monstruo antinatural (v. gr. Insanes de Enrique Marty), en encarnación de un verismo sobreestimulado y pesadillesco (v. gr. las esculturas de Evan Penny) o en reflejo deformado de un ideal estético frívolo, carente de valores o de trascendencia espiritual (v. gr. la serie de Douglas Gordon “Self Portrait of You+Me”). La “Transición” es aportada por Driving in Caracas de José Antonio Hernández-Díez, vídeo que muestra la capital venezolana como la culminación de una realidad yuxtapuesta y contradictoria, en la que la mirada del hombre (del conductor) intenta en vano encajar.
Finalmente, “Apoteosis urbana” retrata la Tierra como una gran ciudad que superpone sin orden ni sentido tanto culturas y tradiciones diferentes como avances tecnológicos, ruinas y chatarra, o el más obsceno de los lujos con la más paupérrima de las miserias. El tapiz del colectivo ruso AES+F Sagrada Familia. Barcelona (que convierte la emblemática catedral en una mezquita) o la instalación fotográfica Torres de Europa de Alexander Apóstol (que hace de viejas torres de ordenador vetustos edificios europeos) son dos ejemplos de esta visión de nuestro planeta como argamasa artificiosa y artificial.
Por otro lado, la obra de Thomas Ruff que prologa la muestra nos sitúa en las coordenadas espaciotemporales y anímicas que acotan el presente siglo; de hecho, sintetiza el montaje fílmico con que se inicia “Atopía”, un resumen en imágenes, primero televisivas y luego informáticas (símbolo del auge de Internet como principal mass media de nuestros días), de los highlights de los primeros años de la centuria. La exposición se salda con un epílogo, el Last Super-Gaza de Vivek Vilasini, donde un grupo de suicidas islamistas emulan el famoso cuadro de Da Vinci, lo que da carpetazo a una postmodernidad que, a la postre, se ha revelado tan estéril como el mismo contexto que la creó.
El nuevo milenio alumbra un mundo donde, efectivamente, no hay lugar… ni para la individualidad ni para el idealismo ni para la reflexión ni para el autoconocimiento ni para el misticismo; ni, sobre todo, para la pausa. La visión del mundo globalizado (y la ciudad en tanto que paradigma de éste) como espectáculo caótico, simultáneamente deslumbrante y hórrido, impregna todas las piezas expuestas y proyecta una sombra de denuncia, más que social, existencial, en cada uno de los gestos artísticos, como una oposición, un desafío, hacia la desfocalización de los seres humanos de sus propias vidas, quienes involuntariamente devienen actores, y no factores, de su existencia. El arte del nuevo siglo se nos presenta dinámico y lúcido y, si bien no se dedica a la indagación estética o metafísica, deja atrás frívolos juegos intelectuales. Sin embargo, tampoco predica o abraza credos; simplemente (necesariamente), se revela: grita.