Ciudad de vida y muerte, dirigida por Lu Chuan, pretende ser una reconstrucción fidedigna de la matanza llevada a cabo por las tropas imperiales niponas al invadir, en diciembre de 1937, la ciudad de Nanking (entonces capital de China), durante el conflicto bélico que enfrentaría a ambos países hasta 1945, en el marco de la Segunda Guerra Mundial. La cifra de muertos, entre civiles y militares, oscila, según las fuentes, entre los 20.000 y los 300.000.
Como ya constatara Gonzalo Suárez en su notable telefilme El lado oscuro, anidan en el alma humana unos abismos de perversidad muy peligrosos de invocar, por lo brutales e incontrolables que devienen una vez expuestos a la superficie. De ahí que en un momento concreto, personas en apariencia sanas y equilibradas mental y emocionalmente, al ser espoleadas por sus dirigentes –quienes apelan a ese “lado oscuro” en aras de sus propios intereses–, sean capaces de cometer los más abyectos crímenes de modo tranquilo y natural. De esta guisa expone Lu Chuan, precisamente, cada una de las atrocidades llevadas a cabo por los soldados japoneses, que no aparecen como monstruos o enfermos mentales, sino como personas perfectamente normales, las cuales, asustadas, hambrientas, enfadadas, exhaustas y aburridas, han ido dejando atrás, inadvertidamente, la capacidad de ver a la población sometida como seres humanos. De ahí que la película sea tan terrible, tan dolorosa –más que verse, se padece–: el papel de salvador, de víctima o de verdugo nada tiene que ver con la imagen que tenemos de nosotros mismos ni con nuestros ideales; ni, siquiera, con nuestras potencialidades; sólo es cuestión de cómo reaccionaremos, finalmente, ante una situación límite (una constatación, sin duda, muy desoladora).
En la estela de La lista de Schindler y, a través de ésta –y no por casualidad–, de sus modelos (Kurosawa, Kobayashi…), el director chino mantiene un difícil pulso entre la reivindicación épica y patriótica de los mártires que dieron sus vidas para defender la nación de la embestida invasora y la visión trágica y elegíaca de las víctimas más indefensas de dicha guerra (sobre todo, de las mujeres). Y si bien logra saldar el relato con un tono hábil y elegante, merced a una espléndida fotografía en blanco y negro y a un aliento melodramático de justos excesos que se combina con momentos de una exquisita sutileza (véase, por ejemplo, la relación entre Kadokawa y Yuriko), el conjunto pierde un poco de fuste en las escenas de espectacularidad más álgida, aquellas que contraponen la figura de Lu Jiangxong como gran héroe de la función (bello, noble, compasivo y valiente) con la de Ida como gran villano (feo, cruel, mentiroso e hipócrita); un maniqueísmo, por lo demás, poco presente en el resto del filme, habida cuenta de que muchos de los protagonistas chinos (por ejemplo, el asistente Tang) hacen alarde de cobardía y egoísmo, cuando no de estupidez, mientras que el personaje principal de la narración no es otro que el sensible sargento japonés Kadokawa, sobre cuyos hombros recae gran parte de la tragedia.
No en vano, justamente a la mirada de Kadokawa corresponden algunos de los mejores pasajes de la cinta. A fin de no extenderme, destacaría al respecto dos de ellos, pues ilustran magistralmente la brillante capacidad sugestiva del realizador: de un lado, tenemos la larga secuencia de la celebración de la conquista de Nanking por parte de las tropas japonesas, donde la delectación en los detalles rituales de los bailes y los cantos de los soldados (repetidos hasta la náusea) va otorgando un aire hipnótico y fantasmal a esa fiesta de la victoria, haciéndola paulatinamente más y más asfixiante hasta que, sintomáticamente, se cierra con el primer plano de un atormentado Kadokawa. Y, de otro, destacan los planos que recogen, de soslayo, los estragos causados entre la población civil por parte de la retaguardia invasora: un verdadero descenso del joven sargento a los infiernos, quien, entre el estupor y la aversión, descubre un paisaje brumoso, devastado, onírico, casi goyesco, descrito mediante unos movimientos de cámara muy suaves, que encuadran fugazmente los vestigios de la brutalidad (los cuerpos fusilados de familias enteras; las cabezas amputadas y colgadas con panfletos de escarnio; el cadáver desnudo, con signos de violencia, de una bella mujer…).
Sin ser perfecta, Ciudad de vida y muerte es una película magnífica, intensa, desgarrada y bella, y muy encomiable por su voluntad de difundir –alguien tenía que hacerlo– un genocidio que, a estas alturas del siglo XXI, todavía no ha sido admitido por las autoridades japonesas, que siguen negando unos sucesos refrendados reiteradamente por muchos testigos y supervivientes; una actitud cínica –por decirlo suavemente– similar a la mantenida por Turquía con el pueblo armenio o por Irak con los kurdos. Emotivo relato sobre las miserias humanas, pero también sobre sus grandezas, la obra indaga, con más desconcierto que tristeza, en ese “lado oscuro”, en esa sima perturbadora e incomprensible donde se halla latente algo pavoroso dentro de nuestra alma; o, como ya dijera Kurtz en El corazón de las tinieblas: “¡El horror! ¡El horror!”.