Rodrigo Cortés confirma las buenas impresiones dejadas por su película de debut, Concursante (2007), con su potente segundo largo, Buried (Enterrado), un magnífico ejercicio de estilo adscrito al género de suspense que evoca de manera explícita (véase la secuencia de obertura) al Hitchcock más radical y abstracto.
En efecto; como sucedía en La soga o La ventana indiscreta, Cortés hace buena la máxima de “menos es más” y, merced a las limitaciones escenográficas y formales que impone un espacio tan acotado como una tumba enterrada bajo el suelo, lleva a cabo un thriller claustrofóbico, amargo y angustioso, cuyo impagable guión –obra de Chris Sparling– es exprimido al máximo por el realizador, quien, a través del comedido uso de diversos recursos estilísticos (desenfoques, ralentís, movimientos de cámara, zooms…), así como de un montaje dinámico y ágil, consigue dar a luz un filme tan entretenido como coherente, trabado y lúcido.
Más allá de una narración sustentada sobre la incógnita de cuál será el destino último de su atribulado protagonista, hecho que conlleva una estructura basada en el inevitable crescendo de una información dosificada y proporcionada estratégicamente, Buried devine sobre todo el dibujo psicológico del único personaje que hay en el relato con presencia física, el transportista estadounidense Paul Conroy. O, mejor dicho, narra el proceso de epifanía que éste vive sobre sí mismo, sobre las personas que ama y, especialmente, sobre el mundo que le rodea mediante la experiencia de pesadilla de despertarse tras un desmayo y encontrarse enterrado en vida.
Porque, y ésa es una de las grandes bazas de la cinta, Buried retrata el conflicto de Irak de una forma más compleja, crítica y caleidoscópica que, digamos, la laureada En tierra hostil, así como la imbricación de dicha guerra en las raíces del statu quo de nuestra realidad, asentado en un capitalismo globalizado que prima por encima de todo la acumulación de riquezas a base de despojar al resto de seres humanos de todo, ni que sea de su dignidad o de su vida. De esta forma, desde su mismo título Buried establece un sutil juego metafórico entre el calvario que padece Conroy y la visión que los poderosos tienen de sus semejantes, piezas invisibles y anónimas en el engranaje de sus intereses, aplastadas por una maquinaria que funciona inmisericordemente, con la fría lógica de los números, hacia un objetivo tan inhumano como nada casual. El entierro en una solitaria oscuridad –apenas rota por el fuego de un mechero o la luz de un móvil–, paradójicamente supondrá para Conroy la iluminación definitiva sobre su vida como individuo y como parte de una sociedad hipócrita que muestra una cara amable pero que cuyas soterradas –enterradas– raíces son las ocultas y podridas dinámicas de egoísmo y avaricia que mueven el mundo. En este sentido, es paradigmática la conversación que Paul mantiene con un directivo de la empresa para la cual trabaja, así como el irrealista, y magnífico, plano que la cierra.
La esencia del cine radica en la capacidad de transmitir de forma visual, pero también con la palabra oral y el gesto actoral, la idea que cimienta la voluntad artística de sus creadores. El segundo filme de Rodrigo Cortés revela con una intensidad poco frecuente la cualidad de arte colectivo y total que tiene el cinematógrafo, la primordial importancia que supone contar con los colaboradores idóneos para facilitar la tarea de un director de pulso firme e ideas claras. Desde la excelente fotografía del emergente Eduard Grau, pasando por la esforzada interpretación de Ryan Reynolds, hasta llegar a los títulos de crédito y a la música de Víctor Reyes (autor, por cierto, de una de las bandas sonoras más notables del reciente cine español, la de En la ciudad sin límites), en Buried todo funciona de forma precisa, casi perfecta. De ahí que un planteamiento a priori poco accesible para un público amplio consiga atrapar rápidamente al espectador, gracias a la suma de algunos viejos trucos de la intriga más terrorífica, de la lucha épica de su protagonista para escapar de su prisión y de remansos líricos y reflexivos en los que eclosiona con toda su fuerza la denuncia ante la mercantilización de los seres humanos. No queda, pues, sino aplaudir el merecidísimo Méliès de Oro recibido por la obra en la última edición del Festival de Cine Fantástico de Sitges y augurarle una larga carrera a su realizador.