«Copia certificada» de Abbas Kiarostami: paseo por el amor y el arte

Decir que el director y guionista Abbas Kiarostami es uno de los grandes autores contemporáneos quizá sea una perogrullada; ello no obstante, en una época donde lo más habitual –por fácil y perezoso– es aupar al Olimpo de manera precipitada e irreflexiva cualquier creación que se muestre mínimamente original –o, ni eso siquiera, simplemente hábil–, vale la pena destacar que el prestigio del que goza la filmografía del iraní es de sobras merecido.

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Su nueva película, Copia certificada, aglutina muchas de sus obsesiones temáticas y formales y, simultáneamente, las muta para insertarlas en un contexto por primera vez plenamente europeo. Ello explica la pátina de sofisticación de sus imágenes o el uso de varias lenguas (francés, inglés e italiano). La obra indaga sobre dos ideas aparentemente muy alejadas entre sí: el arte en tanto copia/sublimación de la realidad y las relaciones de pareja, líneas de fondo que, progresivamente, como una composición musical escrita para dos instrumentos (de hecho, la dualidad estructura el filme), se imbrican hasta revelar cuán cerca están la una de la otra, en tanto manifestaciones de una misma tensión, esto es, del choque entre la verdad y el ideal.

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Ambientada en una pequeña villa de la Toscana, las similitudes que guarda con Te querré siempre (1954) de Rossellini son tan explícitas como engañosas, en un juego que redunda en la tesis sostenida en boca del protagonista masculino de la cinta, el escritor encarnado por el barítono William Shimell: que una copia puede ser tanto o más válida que su referente y que, en consecuencia, la originalidad es un valor altamente sobrevalorado. De esta manera, mientras que en el clásico del realizador italiano había un componente de autoterapia a través del arte y de la exhibición de su propia crisis matrimonial junto a su esposa, la actriz protagonista de la película, Ingrid Bergman, en Copia certificada Kiarostami también se vale de las fricciones que se establecen entre un hombre y una mujer, así como de la particular relación de ambos con el arte (él, como autor de un ensayo sobre las copias artísticas a lo largo de la historia, y ella, como anticuaria y galerista) pero nos ofrece una parábola peripatética –en el sentido etimológico del término– sobre el amor y la soledad, la fugacidad de la vida y la relatividad de los dogmas. La sobreabundacia de diálogos, algunos de ellos muy abstractos, en los cuales a menudo no se produce la lógica concatenación de pregunta/respuesta, y el uso de recursos visuales que rompen con la narración clásica (v. gr. la mirada a cámara del personaje de Juliette Binoche), inciden en la voluntad del realizador de reflexionar sobre los límites que separan realidad y ficción, sobre todo patentizada en un inesperado giro de guión muy ajeno a las convenciones discursivas al uso, que introduce la obra en el terreno de la indefinición y la ambigüedad y constata la validez del espacio fílmico sin coartadas referenciales, bien sean éstas fílmicas, bien veristas. Y todo ello es mostrado con una elegancia y una sencillez sólo al alcance de alguien que, como Kiarostami, comprende que la calidad de una creación no radica en la huera búsqueda de un efectismo sorpresivo y pretendida (e ingenuamente) novedoso, original, sino en lograr esa cualidad inmanente, preciosa e inefable, de la trascendencia.

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Si en A través de los olivos o El viento nos llevará el autor iraní hacía del plano general y la repetición el instrumento para desligar nuestra mirada de apriorismos y retornar a la imagen su cualidad primigenia de un mundo recobrado, en Copia certificada se vale sobre todo del primer plano, lo que aproxima este filme a obras de otros maestros de la indagación en el rostro humano como Bergman o Dreyer. El saldo final de la cinta es una pieza tan cerebral como emotiva, cuyas notas de alta comedia no atenúan su elegíaca melancolía por las ilusiones perdidas. A este respecto vale la pena destacar el plano que cierra el relato; sin desvelar nada de la trama, el mundo luminoso y vivo (el vuelo de unos pájaros, el rumor de voces…) que se avista a través de una pequeña ventana sugiere la existencia de una mirada desde un espacio-otro y establece un marco de muñecas rusas con la mirada del espectador en la butaca del cine. Y las campanas de la iglesia, con su cadencia triste marcando la hora, recuerdan inevitablemente el cambio, la fugacidad del instante, el paso del tiempo: nuestro carácter tan único como prescindible.

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