Agustí Villaronga o el elogio de la sombra: «Pa negre»

La filmografía de Agustí Villaronga ilustra las tensiones, si se quiere intrínsecas, del cine en tanto que arte ligado a unas condiciones industriales de raíz ferial y, por tanto, de espectáculo de masas destinado a rentabilizar la inversión empleada en él. Autor con una voz tan personal como inquietante e incómoda, Villaronga ha llevado a cabo, a parte de varias piezas memorables, algún telefilme o episodio de TV incapaz de esconder la textura cicatera del medio, así como películas demasiado de género y correctas adaptaciones de obras literarias de éxito. Y diríase que, cuanto más esfuerzos hacen sus creaciones por sobrevivir y devenir visibles, más parcos son sus resultados, al perder esa cualidad única que apabulla y deslumbra en su primer largo, Tras el cristal (1987), y que el realizador sólo ha recuperado en la sobrecogedora El mar (2000) y, en menor medida, en sus dos últimos filmes para la gran pantalla: Aro Tolbukhin. En la mente del asesino (2002) y la recientemente estrenada Pa negre.

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En este sentido, que Pa negre se base en una conocida y laureada novela de Emili Teixidor, a priori llevaba a temer un mero ejercicio de adaptación caligráfica en pos de ese público que “no tiene tiempo para leer”: nada más lejos de la realidad. Como ya hiciera con la novela de Blai Bonet, el director mallorquín reconoce en el material literario ajeno ecos de sus propios demonios y los hace suyos de forma impecable, incluso enriqueciéndolos con otros escritos del propio Teixidor, en un proceso similar al llevado a cabo por Rafael Azcona con la narrativa de Manuel Rivas para el guión de La lengua de las mariposas (1999), un filme con el que Pa negre guarda concomitancias argumentales (igual que con Secretos del Corazón, 1997).

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Sin embargo, en la cinta de Villaronga, la óptica de impúdica exposición de las miserias humanas deja pocos, muy pocos resquicios para la ternura, la benevolencia, el amor o la bondad. La ambientación en un microcosmos endogámico y recluido, las devastadoras consecuencias de un conflicto bélico y el componente homosexual revelan la intención del realizador de sumergirse una vez más en sus inquietudes recurrentes, que pueden ser resumidas en cómo el mal y sus manifestaciones (asesinatos, tortura, explotación, falsedades…) ejercen una fascinación abisal y contagiosa contra la que es necesario luchar, aunque la batalla se halle irremisiblemente perdida de antemano.

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El sentido de fatalidad y tormento que puebla sus mejores trabajos impregna, pues, la historia del protagonista de Pa negre, Andreu, un adolescente cuyo particular proceso de aprendizaje se salda con la constatación de que todos los que le rodean son egoístas y mentirosos, cuando no sádicos, rencorosos, locos o cobardes. Por ello, el maniqueísmo que, con la llegada de la democracia, las películas españolas mostraban –y siguen mostrando, léase El laberinto del fauno (2006)– de la contienda civil, con los integrantes del bando nacional convertidos en poco menos que bestias rabiosas (en respuesta, obviamente, a los 40 años de maniqueísmo oficial del régimen), en Pa negre se va al traste e iguala a todos, vencedores y vencidos, en una verdad vil y mezquina; no en vano, la mayor parte de la trama sucede de noche o en espacios cerrados, claustrofóbicos, escondidos y oscuros, mientras que los encuentros del protagonista con el joven enfermo –el único personaje realmente positivo del relato– se producen al aire libre o bajo una intensa luz de mediodía.

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Este tipo de recursos visuales responde, en realidad, a otra de las constantes de la filmografía de Villaronga; y es que, bajo unas coordenadas de austeridad realista, sus cintas se deslizan paulatinamente hacia un terreno impreciso que cuesta definir como mágico pero que nada tiene de verista. De esta forma, la poesía turbia y desgarrada que destilan las imágenes de Pa negre, sumada a una narrativa que elimina o diluye las marcas de desorden temporal y percepción subjetiva, y a las pinceladas de terror gótico o de giallo (v. gr. la figura de Pitorliua o la deformidad de Núria), crean una pieza del fantastique más turbador y mórbido, asentado sobre una adaptación/deformación de la simbología cristiana (v. gr. el título de la obra, la “presencia” de ángeles o los pájaros como representaciones del hálito divino). Con Pa negre, por tanto, el autor vuelve a ofrecernos una propuesta cautivadora y desasosegante, capaz de dinamitar las seguridades del espectador, de sacudir su conciencia y sus emociones y de hacerle partícipe de una humanidad tan degradada como, a la postre, desesperada y dolorosamente amada.

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