Los territorios vírgenes de «Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas»

El nuevo filme del tailandés Apichatpong Weerasethakul, ganador de la Palma de Oro de Cannes en la edición de 2010, es una prueba irrefutable de un hecho que el grueso de la producción cinematográfica exhibida en las salas a menudo nos hace olvidar: y es que el cine es un arte muy joven, con poco más de 100 años, y, por tanto, en él quedan todavía muchas vías por recorrer, territorios vírgenes.

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El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas (no entiendo lo de uncle en la en traducción castellana del título) es una película de calado filosófico que reflexiona sobre las grandes cuestiones de la existencia a través de unas imágenes aparentemente sencillas pero que atesoran una hondura y una sugestión difíciles de igualar.

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El protagonista, un hombre maduro que padece una enfermedad muy grave, a las puertas de la muerte inicia un proceso de autoconocimiento vinculado a la idea budista del karma, a la trasmigración de las almas y a una visión panteísta, intuitiva y telúrica de la vida. Obra adscrita al género fantástico (de ahí el Premio de la Crítica José Luis Guarner recibido en el pasado Festival de Sitges), integra de forma serena y discreta los elementos irrealistas junto a detalles de la máxima cotidianeidad; una naturalidad que casa tanto con la distorsión postmoderna de los materiales de partida prototípica del realismo mágico y épico como con la narrativa legendaria más primitiva. La convivencia con fantasmas y con formas de vida subhumanas, la posibilidad de recordar las encarnaciones anteriores o la capacidad de efectuar simultáneamente dos acciones distintas confieren al relato un carácter mitológico, y es precisamente en el conocimiento primigenio y bruto de la realidad contenido en las historias fundacionales y animistas, propias de los orígenes culturales de las civilizaciones, donde el realizador cifra la esencia de la eterna pregunta, esto es, del sentido de la vida.

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La pieza destila heterogéneamente intensa ternura y emoción (véase el diálogo en la cama entre Boonmee y su difunta esposa), un humorismo entrañable y condescendiente (casi todo lo que respecta al personaje de la tía Jen), apuntes de crítica social (la situación de los emigrantes de Laos o la deshumanización causada por la tecnificación) y momentos de un lirismo misterioso e inquietante que sobrecogen y elevan a partes iguales, como todo aquello que nos encara realmente con la trascendencia. A este respecto, el maravilloso prólogo que abre la cinta de una forma casi terrorífica enlaza con la magistral, larga y bellísima secuencia de la caverna, que va desde el periplo por la selva brumosa en su búsqueda hasta que el personaje de Tong logra salir, escalando, de ella.

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Falta espacio para poder hacer referencia al número de reflexiones verbales y sugerencias visuales que condensa este descenso a la primera encarnación de Boonmee en particular, y a los orígenes de la vida en general. Baste decir que, en pocos minutos, el director nos recuerda la esencia de la divinidad escondida en la existencia de la vida tal y como la conocemos, a través de esas paredes de la caverna brillantes de minerales que la luz de la linterna equipara con el firmamento –el polvo de estrellas que da forma a cada ser humano–, mientras patentiza el milagro de la existencia, vislumbrado incluso en las teorías más rigurosas y científicas del surgimiento de la vida en la Tierra –de ahí el agua, los peces y los homúnculos antropoides–, y, finalmente, inserta un conjunto de imágenes fijas a modo de fotografías del pasado (¿o del futuro?) que, en compañía de las últimas palabras de Boonmee, terminan por ser una preciosa y emotiva reflexión sobre el cine, capaz de recrear otra realidad fijada para siempre en el tiempo y, por tanto, de resucitar una y otra vez a los muertos. El séptimo arte deviene, entonces, un elemento cargado de cualidades divinas, próximo a las ideas religiosas de vida eterna y reencarnación, así como de destino y repetición en tanto proceso de aprendizaje para llegar a “la verdad”: esa realidad ignota que nos espera tras la muerte.

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El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas plantea muchas preguntas y da muchas respuestas; pero ni unas ni otras son diáfanas o unívocas. Obra incontestable visual y argumentalmente, dada la inteligencia y la sensibilidad con la que son tratados los complejos temas que la sustentan, obliga a los sentidos, al cerebro y al corazón –quizá, a nuestra alma– a dejarla reposar en nuestro interior para poder paladear con calma todas las evocaciones que su poético y mágico discurso nos regala.

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