Michael Winterbottom parece haberse convertido en un experto de la mutación, de la reinvención continua. Autor inquieto, su filmografía demuestra tanto talento como incapacidad para la concreción y, si por ello a menudo sus filmes prometen más de lo que ofrecen, tras su visionado quedan siempre ideas o secuencias dignas de recuerdo. Ello no es poco en un medio, el fílmico, marcado por una producción industrial plagada de repetitivas celebraciones de la estulticia, o por creaciones con ínfulas artísticas que perpetúan un único hallazgo, a veces agotado en la misma opera prima. Tal vez pueda acusarse a Winterbottom de pecar de falta de estilo (defecto también achacado a Billy Wilder o a Joseph L. Manckiewicz) o de precipitación (un promedio de rodaje de una o dos películas al año es, cuanto menos, sintomático), pero en cualquier caso lo que no se le puede negar es su valentía y honestidad intelectuales, su voluntad de apartarse del beneplácito acomodaticio y su deseo de abrir nuevas vías dentro de una carrera marcada, por tanto, por trabajos que no hacen ascos a ninguna temática y cuya plasmación se produce de forma buscadamente diferente. Así, y por citar sólo algunas de sus piezas más interesantes o a contracorriente, ha utilizado tanto la técnica documental (véase la excelente In This World, 2003) como la narrativa del vídeoclip en la que seguramente sigue siendo su mejor cinta, Wonderland (1999); ha tocado la comedia mediante la (im)posible adaptación de Tristam Shandy (2006) y la ciencia ficción distópica con la fallida Código 46 (2003); ha convertido el desgarrador drama de Thomas Hardy en un filme con tintes de terror gótico (Jude, 1996) o ha hecho arte del porno (9 songs, 2004), etc., etc.
Su última película, El demonio bajo la piel, en coherencia con ese carácter expeditivo y versátil de su obra, supone su primera incursión en el relato policíaco. Basado en una novela de Jim Thompson, el realizador británico logra no sólo atenerse a la fidelidad de lo narrado sino al espíritu de la letra, a su ambiente y textura. De ahí que la prosa descarnada y sucinta de Thompson se traduzca espléndidamente en unas imágenes ásperas y secas, de estilo tan diáfano y, por ello, tan contundente e inmisericorde como el del libro original. Con muchos de los recursos estilísticos y argumentales prototípicos del noir clásico (asesinatos que llevan a otros; narración en off en primera persona; femme fatale junto a mujer-esposa; acumulación de clímax que eclosionan en un angustioso final…), la cinta se completa con el contrapunto de un humor, más que negro, inquietante y hórrido, el cual es proporcionado por la elección musical en sendos títulos de apertura y clausura y por la cínica y lúcida maldad de su protagonista, Lou Ford; un humor soterrado que, además, ofrece un distanciamiento que hace incluso más terrible el egoísta, hipócrita y cruel mundo retratado.
En realidad, gran parte de la fuerza de la pieza radica en la inmersión en una mente psicopática a la que nos somete, sin misericordia, el director. Y se agradece que, sin esbozar un retrato maniqueísta del héroe de la función, en ningún momento se busquen excusas para sus deleznables actos. Así, el ayudante del sheriff encarnado por Casey Affleck es un joven de una buena familia sureña, atractivo, educado y culto (v. gr. le vemos en la intimidad escuchando e interpretando música clásica, o bien leyendo). Bajo esa fachada tan determinada por su clase social y su educación, enseguida descubriremos, empero, su incapacidad para sentir empatía o remordimientos, sus pulsiones violentas y machistas, su visión utilitarista de quienes le rodean. Pese a ser un personaje más complejo que un mero serial killer de blockbuster hollywoodiano (ahí está el ambiguo sentimiento que le despertará el personaje encarnado por Jessica Alba), no obstante Ford nunca resulta fascinante, más bien todo lo contrario. Ello es en parte mérito de la sutil –y repelente– interpretación de Affleck, pero también de una realización que no deja lugar a dudas, donde las recurrentes escenas de sexo resultan tan incómodas y secas como las no menos abundantes de violencia.
El demonio bajo la piel, en consecuencia, se constituye como una estupenda película sólo apta para estómagos fuertes, implacable y nihilista, que sacude al espectador desde su esclarecedor principio (“si no eres un hombre y un caballero, no eres nada”, dirá Ford evidenciando la poca estima de su entorno hacia los pobres y las mujeres) hasta su operístico, faústico, impagable final. Winterbottom, pues, puede apuntarse un nuevo tanto.