The Decemberists y su «The King is Dead»: el arte de trovar

Desde que se formó en el año 2001, el grupo de Oregón ha editado un total de seis largos, cuyo substrato compositivo se nutre de la savia inconfundible de la tradición americana, asentada en el primigenio country y, a partir de éste, sobre todo en el folk y el rock. Sobre esta base siempre presente, el grupo ha matizado y enriquecido su herencia a través de otros estilos adscritos a la música popular del siglo XX. Así, en su trayectoria encontramos temas con reminiscencias del funk (“The Perfect Crime nº2”), el pasodoble (“The Infanta”), la opereta vienesa (“The Mariner’s Revenge”)… E, incluso, todo un álbum (The Hazards of Love, 2009) vinculado al rock progresivo de los años 70.

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Por tanto, The Decembrists se inscriben dentro de una casuística musical fácilmente reconocible y proclive a la falta de originalidad, lo cual, cabe decirlo, no es un demérito, pues la capacidad de innovar es solamente un plus, no un fin en sí misma, ni tampoco condición indispensable para ser artísticamente interesante. De hecho, la banda ha sabido ofrecer una exquisita y absolutamente personal imbricación entre la forma y el fondo de sus composiciones, esto es, entre el contenido verbal de las mismas y su plasmación musical. De ahí que en su discografía sea imposible desvincular las letras de las notas que las visten. Ello no significa una endeble musicalización de textos que hubieran corrido mejor suerte como poemas impresos, si no que, en la estirpe de la transmisión oral que caracteriza los orígenes de la literatura, la palabra está integrada en un conjunto mayor, forma parte de las referencias culturales, de la música, de la interpretación del vocalista e, incluso, de la representación en directo del grupo. Y solamente unidos terminan por dar sentido a unas piezas que no son ni canciones ni cuentos ni poemas, sino las tres cosas a la vez.

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El último trabajo del quinteto, The King is dead (2011) supone una vuelta a sus fuentes creativas: primero, porque la música americana está aquí mucho más presente que nunca (la larga sombra que va desde Johnny Cash a Bob Dylan, pasando por Neil Young, y llegando a The Rolling Stones y REM) y, segundo, porque la sencillez, la brevedad y la familiaridad pegadiza de las canciones desvinculan este trabajo de su último álbum, mucho más ambicioso y, tal vez por ello, más irregular (aunque notable). En apenas 40 minutos, el grupo compone un LP de atmósfera tan luminosa como intimista, cercano y directo como el “sol” que reluce sobre las copas de los árboles en su cubierta. Los dos remansos líricos que constituyen “Janury Hymn” y “June Hynm” (esta última, un sensible tema folk sobre el paso del tiempo) estructuran el resto de piezas del disco, yendo desde las que se inscriben más claramente en una fusión de pop y country (v. gr. “Don’t Carry It All”, “Rise to Me” o el primer single, “Down by the water”, junto a Gillian Welch y Peter Buck), todas ellas efectivas y honestas composiciones marcadas por la omnipresencia de instrumentos como la armónica, la guitarra acústica y el violín, hasta las más marcadas raíces de “All Arise!” o el aire roackabilly de “Calamity Song”. A destacar, asimismo, “Rox in The Box”, canto de lucha, supervivencia y esperanza al compás de la batería de John Moen. Y mención aparte merece “This Is Why We Fight”, cuya cadencia sutilmente épica enlaza con el fatalismo de su letra (una reflexión sobre la absurdidad de los motivos que mueven al ser humano a matar o morir) y que, sin romper la unidad estilística del largo, se desvía ligeramente de la tonalidad global del mismo, en tanto corte más típicamente indie.

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Como si fuera voluntad de Colin Meloy, cantante, compositor y líder del grupo, devolverle al verbo y a la música su poder creativo, The Decembrists ejercen de forma voluntaria el rol de los antiguos trovadores y narran musicalmente –¿o musicalizan narrativamente?– pequeños relatos que, con un envoltorio más o menos argumental (a veces muy exiguo y otras, incluso con personajes claramente diferenciados mediante las voces de los diferentes integrantes del grupo), devienen apólogos de vicios o virtudes, de esperanzas, de males sociales, de reflexión filosófica; una especie de manic street preachers que no pretenden adoctrinar, sino, sencillamente, sugerir, evocar estados de ánimo e ideas en el oyente para avivar y galvanizar el poder de la imaginación.

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