«Shame» de Steve McQueen

Una vez superado el escollo que para ciertas audiencias puede suponer la adicción retratada por este filme, hay que decir que Shame, obra notable aunque no redonda, sabe huir tanto del morbo gratuito como de los constreñidos límites del cine realista, a pesar de que se limita a narrar las desventuras que protagoniza en pocos días el atribulado Brandon, a quien cede sus rasgos un siempre irreprochable Michael Fassbender.

De hecho, el sencillo argumento de la cinta, iniciado in media res y con un desenlace asimismo abierto, establece una relación antitética con el elegante y exquisito discurso construido por su realizador, el también fotógrafo, escultor y director experimental Steve McQueen, y ahí radica precisamente la gran baza de la pieza; y es que con ello se evidencia que la “vergüenza” del título no es solo el estado de ánimo casi perpetuo de los dos principales personajes de la obra, sino, sobre todo, lo que provocan las hipócritas convenciones sociales de nuestro mundo, basado en las apariencias y lo políticamente correcto, que en consecuencia no admite –u oculta– a personas de carne y hueso que viven, por elección o por compulsión, al margen de sus reglas.

De estado forma, si bien Brandon se nos irá mostrando progresivamente como una persona muy desequilibrada (y otro tanto pasará con su hermana Sissy, interpretada por la pujante Carey Mulligan), secundarios como su jefe o la muchacha del metro nos recordarán que al menos él es honesto en su autodestrucción, mientras que el resto nada cómodamente en una doble moral de lo más sonrojante que permite robar, mentir, manipular y engañar siempre que, eso sí, se haga dentro de los acotados códigos de las buenas maneras.

No olvidemos que el protagonista de este filme encarna el modelo de triunfador que ha encumbrado nuestra sobresaturada –y por tanto superficial– sociedad. Pero como la misma realidad de nuestra época, que ha hecho del mundo un gran escaparate de artículos deslumbrantes pero sin sustancia, Brandon es una atractiva y vacua fachada que carece de vida personal (no tiene amigos de verdad ni relaciones estables) y que ha construido su existencia para evitar que nadie sea capaz de llegar a él (es decir, para evitar sentir), refugiado, pero también prisionero, en su blanca torre de marfil (su apartamento es tan lujoso como impersonal). De ahí que la llegada de alguien que sí le conoce y que, en el fondo, es la otra cara de la misma moneda, sea el detonante que le lleve a concienciarse del vacío que anida en su corazón. No en vano, en uno de los momentos culminantes del relato, el propio Brandon declarará que las acciones son las que nos definen, no nuestras intenciones o emociones, cuando irónicamente hay un completo divorcio entre la persona que él es y la forma en cómo actúa.

Ante esta complejidad temática, muy acertadamente el director londinense no hace un retrato psicológico y sociológico al uso, sino que, mediante el ritmo reposado, la fotografía de tonos azules y grises, la transparencia de la cámara y la fragmentación narrativa, filma la realidad contemporánea como lo que es: un envoltorio bello, distante e insensible que ahoga en su mundo de números y quimeras a los seres humanos. ¿Por qué, si no, la acción transcurre en Nueva York, siendo como es una película eminentemente británica? La respuesta es fácil: el fracaso (la “vergüenza”) del espíritu de nuestra época ha de tener como escenario forzoso su principal capital. Asimismo, la prodigiosa capacidad de McQueen para narrar de una forma nada convencional, pero siempre al servicio de la historia (véase, por ejemplo, la secuencia del sexo en trío, casi íntegramente construida a base de planos detalle), propicia que los momentos más dramáticos del relato –también los más clásicos visualmente hablando–, irrumpan a tropel en la película y tengan un efecto demoledor en el espectador, dejándole un saldo de profunda tristeza y desolación.

Película, pues, centrada en el análisis de un carácter al filo del abismo (en este caso, el de la locura y el ostracismo social), en última instancia termina por indagar, no tanto en el lado oscuro de las personas, que queda patente con rapidez en la estupenda secuencia de apertura, sino, por encima de todo, en el de una sociedad que se esfuerza por ser limpia y aséptica y que parece empeñada en negar cómo somos realmente los seres humanos aunque, paradójicamente, se apoye en nuestros más bajos instintos: el egoísmo, la codicia, la insolidaridad, la manipulación… En Shame no hay discurso moral ni prédica, cierto: pero expone la manera en como, dada una realidad materialista y consumista como la nuestra, las personas se ven reducidas a intercambios mercantilistas, a meros cuerpos, y sus almas sencillamente estorban.

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