Como no podía ser de otra forma para un autor cuya filmografía se ha caracterizado por una referencialidad explícita respecto a la ficción cinematográfica, a través de la reinterpretación, tan desvergonzada como rebosante de talento, de algunos de sus géneros –justamente de aquellos que en sí mismos ya son una vuelta de tuerca del modelo clásico–, la incursión de Quentin Tarantino en el western no ha partido ni de John Ford ni de Howard Hawks, sino de maestros del bajo presupuesto como Sergio Corbucci, Enzo G. Castellari o Sergio Sollima.
En este sentido, y desde su mismo título, Django desencadenado ostenta su condición de homenaje y refrito posmoderno del spaghetti western, tomando buena parte de sus recursos formales (cámara lenta, zooms,montaje musical, puesta en escena sucia y/o decadente…) y construyendo la trama y las caracterizaciones psicológicas de la pieza a guisa de compendio de los argumentos y los personajes paradigmáticos de dichas realizaciones. De esta manera, el protagonista, Django (Jamie Foxx), es asimismo un antihéroe silencioso y ambiguo, con “pasado”, que ejerce de cazarrecompensas y que actúa con una motivación acérrima y fanática, mientras que el perfil de secundario buscavidas y egoísta queda a cargo del doctor King Schultz (Christoph Waltz), un sacamuelas amoral que no vacila en utilizar cuantos recursos le presta la fortuna para cobrar su “puñado de dólares”. Y cierra la tríada actoral principal, como en El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966), el cruel villano de la función, Calvin Candie (Leonardo DiCaprio).
En consecuencia, en el filme no hay lugar para sorpresas, pero tampoco para decepciones: estamos ante un producto 100% Tarantino, esto es, un ejercicio de estilo pop y espectacular que amalgama sin complejos la serie B con el cine de autor, y, por tanto, combina un tono desenfadado y por momentos realmente desternillante (véase la impagable escena del “proto-Ku Kux Klan”) con una reflexión autoconsciente del medio fílmico, que apela a la cinefilia y a la inteligencia del espectador, y que se apoya en un buscado distanciamiento de lo narrado gracias a una realización portentosa y exhibicionista, así como a unos diálogos de hiperbólica sublimación de la vacuidad –marca de la casa– y a una hibridación “antinatural” de estilos musicales (el funky y el rap conviven con temas de Ennio Morricone y Luis Bacalov) y genéricos (cine de aventuras sumado al de venganza, sumado al drama romántico, sumado a la buddy movie, sumado a la comedia gamberra, y un largo etcétera).
A la postre, Django desencadenado es una obra que no se conforma con citar de forma patente el eurowestern (incluyendo la aparición de Franco Nero, protagonista de Django de Corbucci, 1966), sino que emplea todo el acervo cinematográfico y cultural del director norteamericano (por ejemplo, la estilización de la violencia y el tempo discursivo del relato son mucho más cercanos a los de sus compatriotas Sam Peckinpah, Don Siegel o Samuel Fuller) para crear una película desmedida y operística (la mención a la leyenda de Sigfrido no es baladí), que incide entre bromas y excesos en uno de los más bochornosos episodios de su nación: la institucionalización de la esclavitud basada en razones en apariencia racistas y, en el fondo, como (casi) todo en los Estados Unidos, meramente crematísticas.
De hecho, y pese a que Django desencadenado sigue funcionando en tanto vehículo de entretenimiento y deleite de la audiencia, transcurriendo sus más de dos horas y media de duración en apenas un suspiro, se aprecia en la cinta un cierto agotamiento de la fórmula, que ya denominé en su momento, a propósito de Malditos bastardos (2009), del “filme-coctelera”. Así, la autocita y los guiños amistosos dirigidos al público, e incluso a los actores y al resto de responsables de la obra, son tan notorios que, por momentos, logran algo que parece imposible en una pieza tan heterodoxa, y es que sean forzados, chirriantes; por poner un caso muy evidente, a los pocos minutos de metraje, uno advierte que Schultz se parece mucho –demasiado– al coronel Landa. ¿Y qué pinta en el Salvaje Oeste? ¿Era necesario aludir ya a un personaje de una película tan próxima en su carrera? Y si necesitaba nuevamente a un caradura con “pico de oro”, ¿no podía encontrar a otro actor para encarnarlo? Evidentemente, Tarantino es muy consciente, como cualquier otro gran artista con un universo perfectamente cincelado, de las decisiones que toma; otra cosa es que las mismas redunden en beneficio de su creación o no. Lo que es menos habitual es que haya una declaración de intenciones tan directa y manifiesta de ese agotamiento que señalo; al menos, interpreto de tal modo la manera en como finaliza su cameo el director, la cual, si bien es similar a la conclusión de otras de sus intervenciones anteriores en otras de sus propias obras, aquí es mucho más definitiva, vistosa y reveladora. La pregunta que queda en el aire, tras el visionado de Django desencadenado, es: y ahora, ¿qué?
Artículo originalmente publicado en ‘Koult’ (21/01/2013)