La primera imagen de Érase una vez en Anatolia es un plano detalle de un vidrio mohoso; conforme la cámara describe un lento zoom, mediante el cual enfoca el fondo del campo, vemos que se trata de la ventana de una vivienda, cuya intimidad espiamos. En una sala humilde, tres hombres conversan fraternalmente, aunque no oímos su diálogo, velado por la distancia y el rumor del vendaval que se acerca. Siguiendo los pasos de uno de ellos, la cámara describe el movimiento contrario, de nuevo hacia el cristal, hasta que corta a un plano general donde se recoge la ubicación de la casa, un modesto taller de reparaciones al pie de carretera. La escena se cierra con la aparición de un camión, sobre el cual se funde en negro y aparece sobreimpreso el título. Poco después, sabremos que uno de esos hombres está muerto y que otro se encuentra bajo arresto como principal sospechoso de su asesinato.
Este principio metafórico y elíptico marca el tono global de la película que, asentada sobre una mínima trama (la búsqueda del cadáver, enterrado por el confeso homicida junto a una fuente cercana a la cuneta de una perdida carretera rural), configura un bello y profundo drama sobre algunos de los grandes temas de la condición humana. Muy acotado en el tiempo y el espacio, dado que transcurre en una depauperada zona de la estepa turca durante una larga noche y su subsiguiente amanecer, el filme emplea el protagonismo coral para trazar un portentoso fresco psicológico y espiritual sobre las complejidades ‒sobre los abismos‒ del ser.
En este sentido, y como es habitual en la filmografía de su director, Nuri Bilge Ceylan, conviven en el seno del discurso dos estilos antitéticos, de cuya dialéctica surgen unas imágenes tan hipnóticas como realistas: por un lado, un aliento poético que hunde sus raíces en una visión telúrica y casi mágica del mundo, recogido en momentos fugaces ‒a guisa de pasajeras epifanías‒ que se vinculan sobre todo a la perspectiva del Dr. Cemal (Muhammet Uzuner), venido de la ciudad y por tanto ajeno a esa realidad, quien como hombre culto y racionalista vive instalado en una especie de spleen existencial (igual que le acontecía al protagonista de Lejano, 2002); y, por otro lado, la delectación en las nimiedades más insignificantes de las pesquisas policiales, merced a unos diálogos creíbles e intrascendentes que atemperan con su humor cotidiano la melancolía que destila la pieza. Quizá precisamente dicho sentido del humor, que bebe de la dramaturgia de Antón Chéjov, explica que, pese a su considerable metraje y a su ritmo pausado y reflexivo, la cinta no sea de visionado difícil, pues proyecta una mirada compasiva sobre sus personajes, víctimas por igual ‒con independencia de sus actos‒ de su entorno prosaico y mundano.
Desde lo anecdótico (la primera década del siglo XXI, varios pueblos de la provincia turca de Anatolia, unos vehículos oficiales donde viajan diversos funcionarios públicos y un preso…), Érase una vez en Anatolia trasciende hacia lo esencial, gracias a una realización sutil e inteligente, que invita al espectador a formar parte activa del sentido último del filme. De ahí su vago desenlace, reflejo de esa ausencia de certezas sobre la cual se asienta el paso de los seres humanos por la Tierra; de ahí la carga simbólica de ese periplo nocturno por carreteras laberínticas, como los hombres buscando a tientas el sentido de la vida; de ahí los amplios planos generales que, a la zaga de Abbas Kiarostami, contraponen la magnificencia del paisaje a la transitoriedad de los seres humanos, apenas insignificantes briznas en el infinito tapiz del universo; de ahí, en fin, esos instantes de tinte fantástico, en los que parece insinuarse una realidad-otra, huidiza y esquiva, encarnada en la belleza de una muchacha, en los delirios de un criminal o en los arabescos que sobre el trigo, escasamente iluminado por los faros de un coche, dibuja el viento.
De hecho, y desde su mismo título (un eco de los apólogos clásicos), la obra emplea como excusa el argumento policíaco para constituirse en un cuento moral sobre la culpa, el castigo, el perdón y la redención; resuena aquí el universo de Andrei Tarkovski (muy admirado por Ceylan) y, a través de él, de Fiódor Dostoievski. Sin embargo, y a diferencia de ambos maestros rusos, en la cinta del realizador turco la fe está exenta del día a día de las personas, al fin y al cabo hijas de su época, de manera que no hay respuestas religiosas a los grandes interrogantes ontológicos, solo conceptos como el honor, la responsabilidad y el sacrificio, cimentados sobre el único hálito divino que realmente posee la humanidad: el amor. A la postre, ello deja en el ánimo del espectador un poso agridulce, pues es justamente la absurdidad de nuestras alegrías y nuestras penas lo que las hace únicas, dignas, admirables. En todo caso, la contemplación de los misterios de la naturaleza incontaminada evoca fugazmente una verdad inmanente que nuestros sentidos son incapaces de aprehender y abre una tímida esperanza de salvación postrera.
Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 2011, Érase una vez en Anatolia es, por todo ello, una de esas obras únicas, incuestionables, capaces de lograr el difícil equilibrio entre sus elevadas ambiciones temáticas y la plasmación formal de las mismas. Aunque sea con un retraso de año y medio desde su estreno internacional, no cabe sino celebrar, pues, que finalmente haya llegado a nuestra cartelera para así poder disfrutarla en toda su excepcional plenitud.
Artículo originalmente publicado en ‘Koult’ (22/03/2013)