«Grandes esperanzas» de Mike Newell

Se estrena en nuestras salas Grandes esperanzas, la enésima versión de una de las novelas de Charles Dickens que más veces ha sido llevada a la pequeña y a la gran pantalla; esta vez, a cargo de Mike Newell, un hecho en sí mismo sorprendente, dado que se trata de un director cuya carrera se ha caracterizado por piezas tan correctas como impersonales. En consecuencia, lo primero que cabría preguntarse es qué puede aportar de diferente a un texto tan ampliamente versionado alguien que encaja básicamente en el perfil de eficiente artesano de la industria. Y la respuesta, según era de prever, es “no mucho”.

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En efecto: concluido el visionado de la cinta, poco hay que destacar –ni para bien ni para mal– de la misma. Como puntos fuertes cuenta, principalmente, con el hábil guión del escritor David Nicholls, que condensa en poco más de dos horas la enrevesada trama del libro original sin perder un ápice de su coherencia, así como con unos apartados artísticos (puesta en escena, vestuario y fotografía) de gran elegancia y donaire. En cambio, la realización es plana y desangelada; el montaje, tremendamente convencional (incluso en aquellos momentos en que se esfuerza por ser transgresor), y los actores llevan a cabo un trabajo muy ajustado cuando no insuficiente.

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Esta última afirmación puede sorprender teniendo en cuenta los nombres que conforman el reparto, pero, nuevamente, se observa aquí la torpe mano de su director; y es que los personajes carecen de la complejidad que les supo imprimir Dickens y se comportan de una forma mucho más acorde con los usos y costumbres de los estándares de Hollywood. Como muestra, me remito a las encarnaciones que Holliday Grainger (Estella) y Helena Bonham Carter (Miss Havisham) hacen de sus respectivos papeles. Así, la desalmada y fría femme fatale avant la lettre que es en el texto dickensiano Estella se convierte aquí en una heroína profunda y atormentada, mientras que Miss Havisham, la amargada solterona que fue dejada en el altar y aún viste su traje de boda, es un remedo –quiero creer que involuntario, aunque no olvido que Bonham Carter interpretó a la Novia Cadáver en el filme homónimo– de sus habituales personajes para las películas de Tim Burton.

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Newell, por tanto, no nos ofrece una visión propia, diferente, de la obra literaria, sino que se limita a pasarla por el tamiz de una cierta modernidad, insertando en el corpus decimonónico los gustos cinematográficos de hoy en día. De ahí que prime la historia de amor y el aspecto folletinesco de la narración a la configuración psicológica del protagonista, Pip (Jeremy Irvine), lo cual es muy chocante teniendo en cuenta que el relato es, sobre todo, un bildungsroman de manual; de ahí que busque el verismo mediante convenciones muy propias de nuestra época, tales como la luz natural y una cierta estética feísta; de ahí, en fin, que el componente de misterio gótico que envuelve toda la trama, en vez de plasmarse de forma visual, con sugerencias sensoriales capaces de suscitar un estado de ánimo en el espectador, quede apenas constreñido a un conjunto de escenas de iluminación oscura con decorados decadentes.

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Ante todo lo expuesto, hay que preguntarse una vez más qué sentido tiene llevar a cabo otra adaptación de un escrito tantas veces convertido en imágenes, salvo si no es para darle un nuevo aliento (cité en esta misma web, hace poco, el ejemplo paradigmático de una versión renovada y excelente: Orgullo y prejuicio de Joe Wright, 2005). Dado que la nueva Grandes esperanzas no consigue insuflar al argumento una nueva vida –y teniendo en cuenta quien es el responsable del proyecto, se diría que ni lo pretende–, no es difícil deducir que estamos ante un película de productor, motivada por la tendencia en el cine inglés de los últimos años de ofrecer una relectura de los clásicos en clave actual, a la cual pertenecen piezas tan interesantes como Jane Eyre (2011) de Cary Fukunaga o Cumbres borrascosas (2011) de Andrea Arnold. Sin embargo, en ambos largos se valían de sendas novelas de las hermanas Brontë para apuntar temas todavía vigentes en nuestro tiempo como el machismo, la hipocresía de las convenciones sociales, el racismo, la importancia de la educación como clave de una sociedad avanzada, etc. El último filme de Newell, en cambio, carece de ningún tipo de calado temático y desaprovecha la oportunidad de reflexionar sobre la injusticia social que le brinda el personaje de Abel Magwitch (interpretado por Ralph Fiennes, el único que le da algo de consistencia a su rol).

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En definitiva, esta cinta no aporta, por tanto, ninguna novedad que la haga destacar respecto a otras adaptaciones de la misma obra o que nos haga olvidar la mejor de todas ellas hasta la fecha, esto es, la notable Cadenas rotas (1946) de David Lean.

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