«To the Wonder»: Terrence Malick a pesar de todo

El estreno de una película de Terrence Malick es siempre un acontecimiento que conviene celebrar, dado que se trata de uno de los grandes maestros del cine contemporáneo; y ello a pesar de que su filmografía es muy exigua y de que concita admiración y repulsa a partes iguales ‒como no puede ser de otro modo ante una voz tan personal‒ entre la crítica especializada.

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En este sentido, To the Wonder es una nueva muestra del estilo perfectamente cincelado del autor, asentado en un montaje que se aparta de las normas de la lógica causal propias del relato clásico y que busca la expresión simbólica contenida en cada uno de sus planos (de ahí, por ejemplo, la presencia recurrente del agua como imagen del fluir de la existencia o el coro de consciencias asociado a ese mismo fluir). De hecho, el filme está estructurado sobre una cadencia métrica y musical, adscrito pues al terreno de la lírica y no al de la narrativa, lo que explica el marcado protagonismo que aquí tienen, igual que en el resto de su obra, instancias expresivas abstractas y sensoriales como la música o la fotografía, en detrimento de apartados que suelen poseer un mayor peso específico en el cine convencional, véase el guión o las interpretaciones.

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Sin embargo, nunca antes en la carrera del realizador americano ha acontecido lo que en To the Wonder, esto es, que la voluntad de propiciar en el espectador un estado emocional e intelectual le lleve a obviar la necesidad de concreción y de estructuración de las imágenes, de forma que la película acaba por convertirse en una sucesión de secuencias de gran belleza sensorial sin que muchas de ellas tengan propósito discursivo alguno. Como muestra, citaré el tratamiento que se hace de la protagonista, Marina (Olga Kurylenko), cuya caracterización luminosa y apasionada pronto la convierte en símbolo de la Madre Tierra, pero, dado que se insiste en exceso en dicho componente telúrico del personaje, pasado el ecuador del metraje sus gestos y sus actos devienen redundantes y, por tanto, involuntariamente superfluos.

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Tal vez por ello, se produce el paradójico efecto de que sea la historia secundaria, de reducida presencia en pantalla, la que contenga los mejores momentos de la pieza; me refiero a la trama que pivota en torno al sacerdote católico Quintana (Javier Bardem), quien, en una reformulación del “Manuel Bueno” de Unamuno, carga sobre sus hombros la lacerante tristeza de haber perdido la fe sin renunciar en ningún momento a su oficio de transmisor del mensaje de amor infinito de Jesús, consciente de que, sin ese consuelo, las desgarradas vidas de los que sufren serían aún más horribles.

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Y es que, por mucho que el tenue argumento gire sobre la tormentosa relación de pareja de Marina y Neil (Ben Affleck), la cinta es básicamente una alegoría sobre el amor humano como pálido reflejo del amor divino. De hecho, el revelador título de la película (“Hacia el prodigo”, “A lo prodigioso”) incide en una visión de la vida, no como un camino hacia la muerte, sino hacia Dios, de cuya existencia es sintomática la magnificencia de la creación o el amor. No en vano, el padre Quintana recuerda en un sermón que Cristo no dice que “podamos amar”, sino que “debemos amar”; porque solo amando se puede llegar a Dios y, con él, a la alegría y el gozo de vivir. Por eso Marina es descrita con una capacidad de entrega tan absoluta y sentimental como inestable, propia del eterno femenino que encarna y que brevemente se transmuta en los rasgos de Jane (Rachel McAdams), ambas integradas con el paisaje, dada la conexión a la naturaleza de las mujeres en tanto generadoras de vida; y por eso Neil es una presencia callada, introvertida y monolítica, que deambula por un mundo de habitaciones oscuras y vallas, por un entorno tóxico, devastado por la presencia humana, incapaz de darse por completo, escindido entre el miedo, sus instintos primarios y un trabajo que ocupa la mayor parte de su tiempo.

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En definitiva, To the Wonder es el filme más endeble de Malick, ya que, por una vez, su peculiar y potente manera de narrar no redunda en favor de la temática de la pieza, más bien al contrario. A ello se suma el inconveniente de venir en la trayectoria del artista tras sus tres mejores obras: el monumento al arte cinematográfico que es La delgada línea roja (1998); la bellísima, e infravalorada, El nuevo mundo (2005); y la apabullante mezcla de intimidad metafísica y cosmogonía que es esa creación omnímoda de El árbol de la vida (2011). Pero, en cualquier caso, sigue siendo un placer visionar una cinta tan hermosa, espiritual y profunda, capaz de obligar al público a adoptar una perspectiva activa e inteligente ante lo mostrado.

Artículo originalmente publicado en ‘Koult’ (15/04/2013)

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