La carrera de Zhang Yimou es paradigma de las dificultades que entraña llevar a cabo una obra con voz personal dentro de un arte tan peculiar como el cine, marcado por su elevado componente coral –de autoría, pues, a veces difusa– y también por su carácter industrial, donde la rentabilización del dinero empleado en la ejecución de cada pieza limita con frecuencia las aspiraciones de sus responsables. Estas particularidades inherentes a todo proyecto cinematográfico de cualquier latitud, son doblemente ciertas en el caso de un país como China, en el que los creadores tienen que lidiar con un régimen donde la censura es una práctica institucionalizada.
Ello seguramente explica por qué la trayectoria de Zhang Yimou ha tendido cada vez más a un tipo de filmes asequibles para el amplio público; una progresión que, dentro de unos parámetros de calidad indiscutible, configura un corpus artístico donde, o bien el contenido dramático se encuentra atemperado por su condición de fábula legendaria (Héroe, 2002; La maldición de la flor dorada, 2006, etc.), o bien se llega a una consolación final en paternalista compensación al sufrimiento previo del espectador (¡Vivir!, 1994; Ni uno menos, 1999; El camino a casa, 1999, etc.). De ahí que sus mejores cintas sigan encontrándose al principio de su carrera, con la espléndida La linterna roja (1991) destacando con luz propia (y perdón por el involuntario juego de palabras).
En este sentido, Las flores de la guerra deviene una perfecta muestra de las virtudes y los defectos de la filmografía de Zhang Yimou. La película está basada en la novela homónima de Geling Yan, que a su vez ficciona hechos reales vividos por supervivientes de la masacre de Nankín, cometida durante la Segunda Guerra Mundial por el ejército invasor japonés sobre la población china. Este repugnante genocido, aún no admitido a día de hoy por las autoridades niponas, y por tanto motivo constante de denuncia y recuerdo en el arte chino de nuestros días, sirve de marco en el que narrar una emocionante y dolorosa crónica de sacrificio y heroicidad, centrada en uno de los colectivos que más padecen cuando se producen saqueos descontrolados: las mujeres.
La historia de un buscavidas americano que decide hacerse pasar por un sacerdote católico para proteger a las alumnas adolescentes de un convento y a un grupo de prostitutas refugiadas en él posee una gran fuerza de partida que el realizador chino sabe traducir con la inteligencia y la sensibilidad que le caracterizan, combinando hábilmente momentos que muestran con un verismo desgarrado la angustia y el horror de la situación (a través de un montaje de planos cortos, del uso de la cámara al hombro, de la presencia explícita de la sangre y la violencia, etc.) y otros que proceden a una sublimación poética de la cotidianidad de ese grupo de refugiadas, mediante encuadres estáticos, planos detalles de exacerbado cromatismo y cámaras lentas; unas imágenes de marcado lirismo sobre todo vinculadas a la mirada de Shu (Zhang Xinyi), la joven narradora del relato. Con ello, se patentiza la capacidad de la inocencia, y también de la bondad, de trascender la realidad más devastadora y de hallar belleza incluso en un contexto tan hostil, incidiendo simultáneamente en la admirable grandeza de los seres humanos y en la más abyecta de las bajezas que habita en los mismos.
Sin embargo, precisamente en la distribución del todo maniquea de los roles de héroe y villano entre japoneses y chinos es donde flojea de forma más patente la película; y que nadie me malinterprete: por supuesto que un ejército invasor encarna siempre el impulso opresor, malvado, y nunca podrá ser puesto al mismo nivel que la población sometida. Ello no obstante, ninguno de los personajes japoneses, sin excepción –ni siquiera el culto coronel Hasegawa (Atsuro Watabe)–, muestra inclinaciones altruistas que les lleven a enmendar la horrenda situación a la que han abocado a los indefensos civiles de Nankín, más bien todo lo contrario. Por ello, y a pesar de estar ambientada en el mismo conflicto, Las flores de la guerra se halla muy alejada del análisis honesto, incisivo y lúcido del horror que ofrecía la magnífica Ciudad de vida y muerte de Chuan Lu (2009), la cual, en la estela de La lista de Schindler (1993), sabiamente tomaba como protagonista central de una elegante filmación en blanco y negro al atormentado sargento japonés Kadokawa.
De hecho, ese maniqueísmo de base es la muestra más burda de la voluntad de la pieza de ser fácilmente accesible para una audiencia masiva, a lo que se suma el uso recurrente de la música coral en los momentos más dramáticos de la trama, la voz en off de Shu haciendo una glosa casi didáctica de los acontecimientos, la acumulación de melodramáticos clímax emocionales sin remansos neutros, e incluso la presencia de una estrella de Hollywood como Christian Bale (John Miller) encabezando el reparto: todo un reclamo para el espectador internacional. En puridad, Las flores de la guerra acumula tal exceso de recursos tópicos y manidos en la narrativa fílmica americana de corte clásico que, finalmente, se constituye en una obra tan solvente como por completo impersonal, fácil de admirar durante su visionado y aún más fácil de olvidar concluida la proyección.
Artículo originalmente publicado en ‘Koult’ (11/03/2013)