«Anna Karerina» de Joe Wright

Joe Wright debutó en el ámbito del largometraje por la puerta grande con la magnífica Orgullo y prejuicio (2005), ejemplo de manual de lo que es realizar una impecable adaptación literaria, esto es, no siendo en absoluto servil a la letra impresa pero manteniéndose completamente fiel al espíritu del texto; un acierto que repetiría, aunque de manera no tan redonda, en su siguiente filme, Expiación (2007).

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Alejado en sus dos películas posteriores (El solista, 2009 y Hanna, 2011), no obstante, de un material de partida tan sólido como las novelas de Jane Austen e Ian McEwan, los resultados fueron sin duda mucho más irregulares. Ciertamente, Wright siguió demostrando su habilidad para desplegar de una forma en apariencia sencilla y natural una gama de recursos fílmicos de la más alambicada sofisticación, pero, en última instancia, lo más destacado de ambas cintas se reducía justamente a ello: a un envoltorio deslumbrante pero sin sustancia.

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La vuelta, pues, a un clásico de la literatura universal, recuperando, además, a la misma actriz de sus dos grandes éxitos (Keira Knightley), hacía esperar un resultado muy superior al que ofrece Anna Karenina, pues si nuevamente el realizador inglés hace gala de un dominio indiscutible de su oficio, apoyándose asimismo en la adaptación de un guionista de probada solvencia como Tom Stoppard, la obra incurre en un error de partida imperdonable, que dinamita, en consecuencia, todas sus virtudes: me refiero a imprimirle a la narración el tono de una tragicomedia bufa mediante la colocación de los personajes, los espacios y los paisajes en un gran teatro, que a veces se concreta en un patio de butacas, en un escenario, en una tramoya o entre bambalinas.

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Infiero que el propósito de Wright es resaltar el carácter de malsano espectáculo que tienen para la masa social, aun hoy en día, aquellos comportamientos que se oponen a las normas establecidas. Sin embargo, ello propicia el característico distanciamiento de las sátiras, algo que va en contra de la esencia emotiva del escrito en el que se basa y que, encima, transmite la sensación de una búsqueda banal por parte de Wright de un toque de calidad autorial que lo aleje de la sensiblería de la que le acusan sus detractores.

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Y es que, desde los mismos títulos de crédito, el director británico coloca al espectador en una perspectiva de desafecto ante los hechos, así que pronto cuanto acontece en pantalla nos resulta indiferente, y solo nos resta deleitarnos con la vistosidad de la realización, con la suntuosidad lujosa de la puesta en escena, con la sensorialidad de la fotografía de Seamus McGarvey y con la música de Dario Marianelli, cuyo tema principal tiene los visos de un vals de máscaras. Todo ello son indicaciones de la que, a mi entender, es la verdadera fuente de inspiración de esta película, que no es tanto la novela de León Tolstoi que adapta, sino el clásico de Max Ophüls Lola Montés (1955).

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En este sentido, el recurso de emplazar al espectador en unas coordenadas de representación escénica ya respondía en dicha cinta a la condición de su protagonista de celebridad por mor de su vida íntima; por tanto, como Anna, era víctima de un conjunto social hipócrita y pasivo, para el cual la única fuente de evasión e interés era espiar y criticar vidas ajenas. Pero poco más tienen en común ambas mujeres y, de hecho, lo mismo puede aplicarse a casi cualquier heroína que muestre personalidad propia dentro de las convenciones machistas de su época, yendo desde Medea hasta Emma Bovary o Ana Ozores, pasando por Hester Prynne, Lily Bart y un largo etcétera.

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A la postre, se tiene la sensación de que, o bien se ha empleado el libro del escritor ruso como mera excusa argumental –ante lo cual yo recomendaría ponerle un título diferente, como sensatamente hizo, por ejemplo, Milos Forman en su libre adaptación de Las amistades peligrosas (Valmont, 1989)–, o bien de que se pretende sobre todo actualizar la novela de Tolstoi mediante estilismos de tintes posmodernos (véase el peculiar empleo de los decorados o los raccords), ya que la trama incide en un hecho que en el Occidente de nuestros días ya no es tabú (el adulterio). Ello tiene lugar obviando que, en el fondo, la pieza original es un fresco de un mundo en el que las buenas personas se comportan de forma poco encomiable por culpa de una existencia insustancial y tediosa, sin valores humanistas; una realidad para nada desfasada.

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El saldo final de Anna Karenina, pues, es el de un artificio de impecable apariencia pero vacuo, estéril, hasta el extremo de que incluso el apartado interpretativo (con nombres como Emily Watson, Ruth Wilson, Matthew Macfadyen, Olivia Williams…) naufraga en su aire impostado y melodramático. Y solo Jude Law (Alexei Karenin) logra salir milagrosamente airoso.

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