Como todo creador digno de aprecio, Pedro Almodóvar ha construido un universo propio basado en una serie de temas y personajes recurrentes, con un estilo visual colorista y potente que ha experimentado una progresiva depuración con los años, hasta el extremo de alcanzar un grado de abstracción y sutileza que a día de hoy discurre por una vía del todo ajena, justamente, a esas constantes temáticas de su filmografía.
De ahí que cada vez más sus películas tengan la paradójica cualidad de ser lecciones de realización, con una gran base narrativa y buenas interpretaciones y que, sin embargo, carezcan de coordinación y de armonía interna entre sus partes, lo que causa la sensación de hallarnos ante un artilugio perfectamente engarzado pero inoperante, sin vida.
Por desgracia, la vuelta a la comedia que supone Los amantes pasajeros no ha evitado esa pátina de artificiosidad que lastra todos los trabajos de Almódovar desde que empezó el siglo (con la ilustre excepción de Volver, 2006), lo que resulta especialmente perjudicial para un filme de su género, pues la fuerza y el descaro que hicieron famoso al realizador manchego en la década de los 80 aquí brillan por su ausencia. De hecho, la cinta adolece de un grave error de partida: haber cimentado la trama sobre un conjunto de chistes deslavazados, haciendo girar la acción en torno a ellos y no al revés.
Al contrario de lo que sucedía con su mejor comedia hasta la fecha, Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), no es la interacción del reparto coral lo que arranca carcajadas a la audiencia, sino aquellos momentos que, a guisa de pequeños sainetes o monólogos con un leve ordenamiento causal, dedica la pieza a los estereotipados perfiles de cada uno de los personajes. Por eso las cuitas de los secundarios se hayan insertas de modo forzado en el discurso y, en consecuencia, carecen de interés alguno, aunque tengan las facciones de rostros tan populares como Cecilia Roth o Guillermo Toledo; un lastre inaudito en la carrera de Almodóvar que evidencia la endeble trabazón del guión, de los menos originales e ingeniosos del autor.
En realidad, un rápido vistazo al elenco actoral da la clave del tipo de película ante la que nos encontramos, esto es, un divertimento hecho entre amigos (y disfrutable sobre todo por ellos) que intenta desempolvar el humor gamberro, surrealista y contracultural de Pepi, Luci y Boom y otras chicas del montón (1980); y digo “intenta” porque, pese a tratar sin complejos temas capaces de escandalizar a una pacata moral biempensante, Los amantes pasajeros termina por ser, en el fondo, una blanda comedia con happy end inverosímil incluido, al estilo del Hoollywood más convencional.
En este sentido, la cinta es un remedo almodovariano (hay gays, drogas, videntes, etc.) de las farsas de “teléfonos blancos”, de forma que nos movemos en un ambiente de opulencia y lujo (la primera clase de un vuelo intercontinental), y gravitan en el centro del relato los problemas sentimentales de los personajes, en una acepción muy amplia de la prototípica guerra de sexos. Y si bien es cierto que la herencia de la alta comedia clásica muta en diálogos que, no por obvios y chusqueros, dejan de ser hilarantes, no es menos cierto que el deficiente desarrollo de los personajes no propicia la suspensión de la incredulidad necesaria para que podamos disfrutar plenamente del entramado argumental. Ante ello, asistimos a un despliegue de trucos en busca de la comicidad que al final devienen una nueva muestra de ese “efecto de artificio” al que aludía al principio del artículo.
En cualquier caso, hay que decir que los 90 minutos del metraje transcurren de forma fluida gracias, sobre todo, al buen hacer de Javier Cámara (Joserra), quien demuestra una vez más que es uno de los mejores actores del país, y a la impagable vis cómica de Carlos Areces (Fajas). La química entre ambos, secundados por Raúl Arévalo (Ulloa), da lugar a los únicos momentos realmente divertidos del relato, que van desde la performance del hit de The Pinter Sisters “I’m So Excited” hasta las chispeantes conversaciones en el cuartito de azafatos. Por otro lado, Almodóvar despliega su oficio tras las cámaras en secuencias de inteligente planificación, como la de la susodicha performance o el prólogo del filme; por no mencionar la elegante y bella escena del aterrizaje de emergencia, mostrado en off mediante las imágenes de las desiertas instalaciones de un aeropuerto fantasma sobre las que se insertan las voces y los sonidosde lo que está aconteciendo en la pista en ese momento. En definitiva, una pieza simpática pero fallida que vale lo que sus gags en un primer visionado.
Artículo originalmente publicado en ‘Koult’ (10/03/2013)