Odio mis pies. No los conozco. Pegados a mi persona, son una especie de residuo celular, souvenires de una evolución con mal gusto y sentido del humor. Sí, parecen manos deformadas en sus dimensiones, pero no lo son, pues las palmas atesoran un trocito de piel sudoroso, que palpita estremeciéndose como un melocotón cuadrado y suave (me gusta mirármelas, repasar con las yemas sus surcos, carreteras quirománticas de posibilidades infinitas); en cambio, el tacto de las plantas de los pies es áspero, frío, mi propia carne rechazándome con su dureza.
¡Y qué asco, qué asco de dedos! Son cabezas jíbaras, falanges de soldados enanos actuando con un solo movimiento, sin voluntad ni inteligencia. ¿Qué tienen, de dedos?
«Por eso odio mis pies. Por eso odio todos los pies: pequeños, grandes, delgados, anchos, torcidos, fofos… pies planos, pies de deportista o pies de bebé… Al fin y al cabo, el más perfecto, ¿qué es? Sólo el fin de nosotros. Nos cierra. Nos rubrica. Pero no nos define, no es amable o mezquino, no es humilde u orgulloso, es la perfecta neutralidad de la nada.»
Porque los dedos de verdad, los de arriba, tienen habilidades, deseos, sabiduría. Sus uñas son las caras de los artistas, los científicos o los amantes que moldean, pues son ellos, precisamente ellos, los que escriben, acarician, componen o pintan. Pero los del pie… ¡Uñas no, pezuñas! O bocas mudas de las que penden barbas negras, en un rictus de bobería supina. Y el cachorrillo, ese animalín de la punta, colma la inutilidad más completa de la naturaleza.
Si me lo examino, veo algo curvo, rosado, un pedazo de carne callosa e inmóvil. Y es gracioso, o casi, pues puedo apretarlo, pincharlo, golpearlo hasta hacerlo sangrar, arrancarle la pincelada de nácar o quebrarle el hueso, que no siento nada, lo que demuestra que no es mío, que no es de mi cuerpo; vamos, que no soy yo.
Por eso me molesta tanto. ¿Por qué se adhirió a mí, quién le dio permiso? Es un ser ajeno que no puedo controlar. ¿Por qué opta por la esclavitud pudiendo ser libre? Supongo que busca compañía, que prefiere perderse en el gregarismo a estar solo. ¡Qué débil, qué predecible!
Así que te tapo, meñique, y os cubro también a los otros dedos, y os oculto, pies, en medias y calcetines, en zapatos. Toda la gente lo hace. Sois nuestra vergüenza. Queremos olvidaros. Gritáis nuestra propia cobardía. Queremos acallaros. ¡Ah, amordazados, qué poco respeto nos causáis!
Por eso odio mis pies. Por eso odio todos los pies: pequeños, grandes, delgados, anchos, torcidos, fofos… pies planos, pies de deportista o pies de bebé… Al fin y al cabo, el más perfecto, ¿qué es? Sólo el fin de nosotros. Nos cierra. Nos rubrica. Pero no nos define, no es amable o mezquino, no es humilde u orgulloso, es la perfecta neutralidad de la nada. ¡No, no me habléis de su belleza! ¡Odio la belleza del pie del David de Miguel Ángel! ¡Odio la belleza hecha pie!
Yo, querría no tener, de pies. Yo me termino a mí mismo en los tobillos. ¡Y sería el Paraíso no volver nunca a andar con ellos! ¡Y el Paraíso no volver a golpear nada con ellos! Tanto como no pisar pavimentos ya pisados por otros millones de pies… Entonces me movería con las manos, o arrastrándome sobre el abdomen, como una gorda culebra. Sería más sigiloso, estoy seguro, y puede que más ágil, pues serpenteando entre los talones de los demás, llegaría a esos lugares donde los otros no quieren rebajarse a ir. O quizás, para compensar el déficit, me nacerían alas y volaría, viendo a los viandantes a través de las nubes y siendo invisible a sus ojos de hormiga. ¿Quién sabe? Podría ir en silla de ruedas, que solo vence su mecánica pereza si se le empuja, que no sabe subir cuestas (qué alivio sería no subirlas más, porque los pies se esfuerzan, se esfuerzan, y todo por llegar arriba, mientras las sillas de ruedas no hacen sino deslizarse en pendientes de indolencia hacia abajo).
Pies, sois mis enemigos: no me permitís que me transporten los otros, no me dais quietud. Sabed que yo no quiero moverme: no donde lo hacen los demás, no como lo hacen los demás. Hay otra forma de hacerlo, lo intuyo.
¡Solidificaros, pies; juntaros, dedos; convertiros en aletas y nadad, hombres! ¡No penséis, no esperéis! ¡Vamos, vamos!
Sé que tampoco los pies son felices siendo pies.
© Elisenda N. Frisach