“Artistas sin obra” de Jean-Yves Jouannais: sobre los límites del arte

La edición que nos ofrece Acantilado de Artistas sin obra se abre con un elogioso prólogo de Enrique Vila-Matas hacia esta obra de Jean-Yves Jouannais, publicada originalmente en 1997. En dicho libro, Jouannais cita al propio Vila-Matas por su Historia abreviada de la literatura portátil (1985), ficción en torno al “club shandy”, una asociación de artistas en la que el escritor catalán incluye nombres tan destacados como Marcel Duchamp, Walter Benjamin, Max Ernst, Scott Fitzgerald o Erik Satie. El proceso creativo de dicha obra fue el germen primigenio de la novela Bartleby y compañía (2001), asimismo y especialmente alentada, como admite Vila-Matas en el prólogo en cuestión, por el propio libro de Jouannais. Libro que, para acabar de complicar esta interrelación creativa, posee el revelador subtítulo de “I would prefer no to” (“Preferiría que no”), frase que el famoso escribiente del relato de Herman Melville pronuncia como muro de resistencia para mantener su propósito de no volver a escribir nunca más.

Todo ello, en consecuencia, ilustra el componente metaliterario de Artistas sin obra, admirable y engañoso texto con visos ensayísticos que describe una singular historia del arte “paralela”, a través de aquellos autores que tuvieron escasa o nula producción.

«El libro es un admirable y engañoso texto con visos ensayísticos que describe una singular historia del arte “paralela”, a través de aquellos autores que tuvieron escasa o nula producción.»

Semejante punto de partida podría parecer una tarea absurda e ímproba, un afán tan descabellado como el del Pierre Menard borgiano (no en vano, uno de los apartados del libro está justamente dedicado al escritor argentino). Lo cierto es que, conforme el lector se va adentrando en la obra, ante su prolijidad, erudición y aridez expositiva de citas y referencias, va naciendo en su ánimo la inquietante sospecha de estar asistiendo a uno de los relatos de Borges ampliado (aunque, eso sí, sin el componente poético-fantástico que suele animarlos). Porque, ¿cómo se cuantifica y se traza un vacío, una ausencia? ¿Cuántos seres humanos no han aspirado alguna vez a devenir Cervantes y se han quedado en meros soñadores? ¿O, con suerte, en glosadores de la excelencia ajena? ¿O cuántos, como el Joseph Grand de La peste, han buscado un imposible que ha sido tanto una excusa como un flagelo para su improductividad?

A priori, lo que Jouannais nos ofrece en su Artistas sin obra es un “catálogo de obras inexistentes o de tímida existencia”, conocidas y reconocidas como tales en las páginas y los testimonios de sus contemporáneos, que el autor agrupa en diferentes categorías. En este sentido, el volumen sería un trabajo de reconstrucción de huellas y “pasos perdidos”, de sombras, de notas al pie y márgenes, de fueras de campo; una reflexión lúcida y lúdica sobre el gesto creador, concretado en quienes crearon muy poco o a contracorriente, o en quienes renunciaron a crear, o en quienes no pudieron crear como habrían deseado, o en quienes crearon de una forma completamente ajena a las convenciones artísticas… o en quienes, sencillamente, fueron ellos mismos creaciones.

«¿Cómo se cuantifica y se traza un vacío, una ausencia? ¿Cuántos seres humanos no han aspirado alguna vez a devenir Cervantes y se han quedado en meros soñadores? ¿O, con suerte, en glosadores de la excelencia ajena? ¿O cuántos, como el Joseph Grand de ‘La peste’, han buscado un imposible que ha sido tanto una excusa como un flagelo para su improductividad?»

El volumen expone, por tanto, diversas “desviaciones” de lo que canónicamente se entiende por artista: desde el ascetismo propiciado por el afán de perfección (caso de Joseph Joubert), hasta la actitud iconoclasta nacida con las vanguardias, que traza “una estrecha relación entre modernidad e idiotez”, de forma que, “además de ser idiota, de hecho, el artista hará el idiota” (caso de Arthur Cravan). Aquí también está el dandy repugnado por la industralización del arte, o el diletante que sucumbirá a una marcada sensación de absurdidad del hecho artístico (caso de Albert M. Fine). También tendrán cabida aquellos que desean reducir al punto cero cualquier fruto nacido de ellos (caso de Yves Klein); o quienes han hecho “de la copia y del plagio (…) una pereza que es una forma de ironía” (caso de Gilles Barbier). Incluso se recogen proyectos colectivos como el de la Sociedad Perpendicular una suerte de ente burocrático dedicado a redactar documentos administrativos sobre proyectos artísticos o la Biblioteca Brautigan, consagrada a la recopilación de libros no publicados porque fueron rechazados por las editoriales. Pero, sobre todo, destacan aquellas figuras que, simplemente, nunca crearon porque, simplemente, nunca existieron; como Félicien Marboeuf, “el más grande de los escritores que nunca escribieron”, amigo de Flaubert y Proust, que, según Jouannais, entristecía a Borges porque había existido de veras, “impidiéndole así inventarlo.” O el director maldito Maurice Burnan, nacido en la revista Positif en 1955, y que Jouannais retoma como si de un personaje real se tratara.

Según lo expuesto, a la postre Artistas sin obra es una hábil y provocadora disquisición filosófica sobre los límites del arte y la huidiza frontera entre verdad y mentira, realidad y ficción, ensayo y novela. Se trata, pues, de un libro que todos aquellos que nos consideramos amantes del arte en general, y de la palabra escrita en particular, no deberíamos dejar de leer. Capaz de sacudir muchas de nuestras seguridades, de posicionarnos en una perspectiva diferente, inédita, desde la cual contemplar ese fenómeno intrínsecamente humano que llamamos “creación artística”, la conclusión última a la que llega la pieza es la inextricable imbricación que vida y arte tienen para la existencia. Una existencia cuyos individuos forman parte de la experiencia artística y se definen con, en, para e incluso contra ella, bien sea como protagonistas o artífices, bien como entes que la habitan, bien como divulgadores o espectadores. En resumen, estamos ante “una crónica que, sin abandonar la confianza en el arte, partiría de una certeza: la de la inestimable felicidad que nos proporciona mirar cuadros, leer libros, ver películas.”

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