El último filme de Alexander Payne encarna las virtudes de una determinada forma de hacer cine cimentada en el guión y las interpretaciones. Ello no significa –valga la obviedad– que nos hallemos ante el mero teatro filmado, pues el montaje, los encuadres, el tipo de planos, los movimientos de cámara, etc., son opciones estilísticas exclusivamente cinematográficas y que el director emplea a su discreción para expresar, de forma óptima, la trama y la temática de la obra.
En este caso particular, la historia se centra en el periplo de Woody Grant (magnífico Bruce Dern), un jubilado obsesionado con cobrar un premio de un millón de dólares que no es tal, sino un simple truco publicitario. Sordo a las explicaciones de su esposa e hijos, Woody insiste en viajar desde su actual residencia en Billings (Montana) hasta Lincoln, capital de Nebraska, para cobrar su supuesto premio. Pero como le retiraron el carné de conducir, finalmente será su hijo menor, David (Will Forte), quien accederá a llevarle. Y es que David no solo necesita algo que dé sentido a su vida –su trabajo no le satisface y hace poco que le dejó su novia–, sino que además siente curiosidad ante la pasión que su padre, normalmente una persona pasiva y distante, muestra por ese quimérico millón de dólares.
La película, por tanto, se estructura en torno a la clásica metáfora del viaje físico que deviene simultáneamente viaje espiritual, de revelación y autocomprensión, pero también temporal, ya que padre e hijo recalarán en Hawthorne, el pueblo natal de Woody y donde se encuentra el pasado de un hombre abocado, segundo a segundo, a la inminente ausencia de futuro.
Precisamente por el carácter de última oportunidad, o de deseo postrero, que tiene la terca cabezonería de Woody –algo que, por cierto, emparenta esta cinta con otra gran obra sobre la vejez y el tiempo perdido: Una historia verdadera (1999), de David Lynch–, el filme tiene una pátina de honda melancolía; porque las ilusiones de ese pobre abuelo, de quien se repetirá constantemente su incapacidad para negar ayuda a nadie, están perpetuamente llamadas a convertirse en polvo. En este sentido, Nebraska termina por constituirse en una crítica feroz al sueño americano, que atrapa en su canto de sirenas a personas que, por limitación intelectual o por ausencia de afinidad espiritual, son en verdad ajenas a esa cultura del medro a cualquier precio.
Ante los temas tan profundos y emotivos que trata la película (véase el amor paterno-filial, la indefensión de los ancianos, la soledad de las buenas personas en un mundo donde triunfan los que carecen de escrúpulos, la consciencia de desperdicio ante la proximidad de la muerte, etc.), Payne emplea dos recursos esenciales, y muy poderosos, para combatir la sensiblería: uno a nivel visual (el blanco y negro) y otro a nivel narrativo (el humor).
Así, la espléndida fotografía en alto contraste de Phedon Papamichael es una de las grandes bazas de la pieza, pues con ella se ahonda en el carácter realista, seco y desnudo de la trama, y deviene una traducción acertadísima de los diálogos cotidianos, minimalistas y antirretóricos tan hábilmente escritos por Bob Nelson.
Por otro lado, y como es habitual en la obra del realizador estadounidense, el humor surge de forma espontánea, casi inevitable, ante la observación, desde un punto alejado –y superior–, de los seres que pueblan el metraje: personas normales y corrientes que, al vivir atrapadas dentro de sus condicionantes culturales y su rutina son incapaces de advertir la surreal estupidez que tienen la mayoría de sus hábitos, opiniones y comportamientos. Al respecto es antológica la reunión de todos los hermanos Grant en casa de Ray (Rance Howard), con una conversación intrascendente completamente hilarante, que, no por casualidad, Payne recoge en un plano general tomado desde un ligero picado.
De hecho, así es como el director suele retratar sus historias, verdaderas odas a la humanidad en todas sus contradicciones: ligeramente desde arriba, lo que le permite tanto reírse de sus personajes y criticar sus actos, como comprenderlos, perdonarlos… y quererlos. Quizá por ello la acción acontece mayoritariamente en el Medio Oeste Americano: un paisaje muy próximo a Payne, quien nació y creció en Omaha (la ciudad con más habitantes de Nebraska). Aunque hay que tener en cuenta que el estado de Nebraska es conocido como “el corazón de América” por su posición céntrica en el mapa. ¿Y qué mejor lugar para hacer un retrato de la psique estadounidense que su “corazón”, digamos que su “alma”? Un alma que tiene luces en ella, como el propio Woody o la entrañable dueña del periódico de Harwthrone (Angela McEwan), pero también sombras, encarnadas en la codicia irracional que de pronto despierta la idea de que un conocido o pariente haya ganado un millón de dólares, y que se concretan sobre todo en el personaje de Ed Pregram (Stacy Keach).
En resumidas cuentas, con su último trabajo Payne nos recuerda la grandeza que anida en esas patéticas criaturas que conocemos como “seres humanos”, merced a un discurso sutil y honesto, casi desapasionado, que ilumina un mundo de hipotéticos perdedores mediante una mirada, marca de la casa, tan tierna como despiadada. Con ello, entronca con la flor y nata de la tragicomedia americana (Billy Wilder, Woody Allen, los hermanos Coen…) y convierte esta cinta en lo mejor de la filmografía de su autor junto a Entre copas (2004) y el segmento “14 Arrondissement” del filme colectivo Paris, je t’aime (2006).