«La imagen perdida» de Rithy Panh: pesebre sobre el horror

La imagen perdida de Rithy Panh describe con una sensibilidad y sutileza magistrales los dos impulsos antitéticos que, en última instancia, conviven en el alma del ser humano: el que configuran valores como la belleza, el arte y el amor, y el que integran infamias como la intolerancia, el fanatismo y el genocidio. A pesar de que su punto de partida sea de carácter documental al narrar unos hechos reales y utilizar para ello continuamente imágenes de archivo, paulatinamente la película deviene una lírica reflexión sobre la memoria y la imposibilidad de retener para siempre el conjunto de experiencias vividas, no importa cuán profundamente estas nos hayan marcado; de ahí esa “imagen perdida” a la que alude el título de la cinta.

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Panh, víctima de los Jemeres Rojos cuando era apenas un adolescente, experimentó durante los cuatro años que duró el desquiciado régimen de Pol Pot y su camarilla el horror en estado puro; una vivencia que, lógicamente, nunca ha abandonado su psique. Por ello, La imagen perdida mantiene un tono marcadamente autoconfesional, mediante el cual el realizador da cuenta, de una forma tan honesta como personal, del calvario que vivió durante ese lapso de tiempo.

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¿Y cómo se pueden exponer fílmicamente sucesos tan terribles, y a la vez tan íntimos, sin agotar la resistencia del espectador, quien, llevado por un sentimiento de aversión o de pudor, se sienta incapaz de finalizar el visionado íntegro del metraje? Panh da una elegante respuesta a esta cuestión: todas sus experiencias, aquellas que más o menos recuerda su falible memoria, son reconstruidas mediante diferentes figurillas de barro puestas en diferentes escenarios y situaciones, esto es, en diferentes maquetas de tamaño reducido, a las cuales un conjunto de efectos sonoros y la voz over del actor Randal Douc, así como la cámara de Panh y la fotografía de Prum Mesa dan vida. Con ello, además, se asegura de incidir en el hecho de que lo que se relata puede muy bien no ser la absoluta verdad, sino únicamente lo que le ha llegado a través de sus recuerdos.

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En este sentido, ejerciendo a guisa de un alter ego de Panh, Douc glosa cada uno de los “pesebres” que muestran las imágenes y los alterna con datos “objetivos” como son fotografías antiguas o reportajes hechos tanto por los propios jemeres cuando tomaron el poder de Camboya como por la prensa internacional de la época. Aunque es sin duda mérito del realizador el hecho de que, más allá de la historia contada –obviamente muy sobrecogedora–, esas estáticas representaciones de arcilla adquieran vida a través de una lección de cine, puesto que emplea sobre ellas muchos de los recursos prototípicos del discurso cinematográfico (alternancia de planos y encuadres, travellings y desenfoques, zooms, etc.) cual si de personas vivas se tratase.

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Junto al carácter testimonial que, en consecuencia, posee La imagen perdida, conviven en ella reflexiones de tipo sociológico y metafísico, lo que, por otra parte, no deja de ser lógico en una obra que pretende hacer comprensible lo incomprensible. Al respecto, hay que elogiar la ecuanimidad de Panh, que si bien incide en la crueldad e hipocresía de los líderes del régimen totalitario bajo el cual murieron unos tres millones de personas, exculpa a muchos de quienes les siguieron, individuos que, al vivir en la pobreza y padecer continuamente bajo las injusticias de distintos regímenes (el colonialismo francés, la monarquía de Norodom Sihanouk, la dictadura militar de Lon Nol, los bombardeos estadounidenses…), casi inevitablemente abrazaron la causa comunista como única vía de liberación. Por ello, además, una vez instaurada la Kampuchea Democrática, muchos de ellos también terminarían siendo víctimas del nuevo estado; véase, por ejemplo, el cámara que filmó la auténtica realidad de los campos de trabajo.

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De hecho, traigo dicho ejemplo a colación porque enlaza con el otro gran tema de la cinta: el poder de la imagen fílmica como depositaria y guardiana de la memoria. Hay que tener en cuenta que, si bien nuestra mente atesora el pasado de forma imperfecta, el cine es el medio artístico testimonial por excelencia, capaz como ningún otro de fijar el tiempo, de rescatar el instante, de resucitar a los muertos. Sin embargo, es menester no caer en la tentación de dar por verídica cualquier imagen que se muestre en una pantalla, ya que también un objetivo puede manipular la verdad (como lo hace la memoria). ¿Qué es, sino, la estilización de las películas de evasión? Pues una agradable distorsión del mundo; sintomáticamente, la pieza se abre con un fragmento de un filme de entretenimiento, ya que de ese ideal que conoció de niño procede la vocación cinematográfica del director camboyano. De todas formas, peor es otra forma de distorsionar la realidad: la propaganda, a través de la cual, en este caso concreto, las condiciones inhumanas de los trabajos forzados a los que también se sometía a niños, mujeres y enfermos en campos de reeducación quedaban reducidos prácticamente a pasatiempos.

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Por todo lo dicho, La imagen perdida se constituye en un conmovedor ejercicio de estilo en el que se aglutina con exquisitez la denuncia histórica, el homenaje familiar, el elogio al séptimo arte, la confesión testimonial e, incluso, la autoterapia. Y es que, al volver a incidir en ese episodio que marcó su vida para siempre –como ya lo hiciera con el estremecedor documental S21: La máquina roja de matar (2003)–, Rithy Panh (o al menos el Rithy Panh que “interpreta” Randal Douc) expresa su sentimiento ante lo acaecido; su dolor; su injusta culpa de superviviente; su nostalgia de un edén que desapareció; su anhelo imposible, en fin, de recuperar una “imagen perdida” de una fotografía que le persigue, y que encarna visualmente con una breve filmación casera de un mar embravecido, cuya ambigua simbología abre la puerta a muchas interpretaciones. ¿Expresa su deseo de haber perecido entonces? ¿El sentimiento de horror? ¿La búsqueda de la pureza, del perdón? ¿La trascendencia de la fe? ¿O representa una auténtica imagen de su pasado?

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En cualquier caso, para el recuerdo quedan unas palabras que sintetizan el espíritu del filme: “Hay cosas que un ser humano nunca debería experimentar ni ver, y, si lo hace, sería mejor que muriera; pero si pese a ello sobrevive, debe vivir para contarlas.”

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