Ida, la última película del director polaco Pawel Pawlikowski –responsable de filmes interesantes pero irregulares como My Summer of Love (2004) o La mujer del quinto (2011)–, es un drama intimista que se articula en torno al espacio vacío, al silencio y a los sobreentendidos ‒o a los prejuicios‒ para narrar la historia de Ida Lebenstein (Agata Trzebuchowska), una joven novicia que, recluida en un convento desde la infancia, descubre el ajeno país en el que nació y donde ha vivido: la Polonia de los años 60.
En este sentido, Ida tiene un primer nivel de lectura en tanto reflejo del estado anímico de la nación, profundamente herida por las secuelas de la Segunda Guerra Mundial y las purgas estalinistas. No en vano, la familia de la joven ha sido víctima de ambas: mientras que sus padres murieron por ser judíos, su tía, Wanda Gruz (magníficamente interpretada por Agata Kulesza), su único familiar vivo, estuvo implicada en muchas de las injusticias del régimen comunista; algo que no ha calmado su sed de venganza por los horrores pasados y que, en cambio, la ha alienado del mundo que la rodea más incluso que a su sobrina.
De hecho, la relación que se establece entre ambas mujeres ‒las dos caras de un mismo desasosiego‒ es el eje central de la trama, pues el infierno en que el vive Wanda es tan huero como el paraíso en el que reside Ida. Es lógico, pues, que, por muy opuestas que parezcan sus vidas y personalidades, finalmente las dos describan una trayectoria parecida, de huida hacia delante de una realidad que ninguna de ellas es capaz de asimilar, comprender o aceptar.
De ahí que la elección del blanco y negro se constituya en todo un hallazgo discursivo, puesto que con ello no solo se insiste en la grisura y tristeza de esa sociedad que todavía no ha cerrado sus heridas, sino que también se uniforma e iguala la cotidianidad caótica y urbana de Wanda con el ordenado y aséptico día a día de Ida.
Pero hay más: la prodigiosa fotografía de Ryszard Lenczewski y Lukasz Zal sirve al director para enfatizar el carácter de correlato objetivo, abstracto, de la pieza. Y es que, si a priori podría pensarse que nos hayamos ante una película de carácter sociológico y político, en la estela de Andrzej Wajda, pronto advertimos que las referencias al contexto histórico de la narración son únicamente el lienzo sobre el que trazar psicológicamente a los personajes, lo que asimismo explica la simplicidad esquemática de la anécdota. Pawlikowski no desea hacer un reconstrucción de una época, sino que busca el componente remanente, esencial, de lo contado, y da preeminencia al carácter revelador de las imágenes con el propósito de sumergir al público en el poso temático de la obra.
¿Y cuál es dicho poso? Pues una exposición, neutra y acrítica, de la grandeza y la bajeza de los seres humanos, de su perpetua oscilación entre el bien y el mal; o, dicho de otra forma, del blanco y el negro y la infinita gama de grises que los separan.
En última instancia, Ida deviene una fábula sobre la verdad, la culpa, el castigo y la redención. Expulsada del edénico convento en el que habitaba, la inexperta heroína probará el amargo fruto del bien y del mal y perderá por ello su paz mental; una paz que solamente recuperará a través de la expiación ajena y de la renuncia propia. No por casualidad, las subyugantes imágenes que articulan el relato tienen la concepción pictórica y estática de Carl T. Dreyer y la fisicidad minimalista de Robert Bresson: dos autores que, es bien sabido, son estandartes de un cine cincelado y sutil, hondo y espiritual. Ilustradores al respecto son dos bellos, y dolorosos, momentos del filme: el leve plano picado que recoge al campesino dentro de la fosa que él mismo acaba de cavar y la secuencia de la ventana abierta en el salón de la casa de Wanda.
Asentada en una peripecia muy convencional y previsible, por tanto, Ida, trasciende hacia una esfera de reflexión moral mediante la prodigiosa realización de Pawlikowski, con unas imágenes poéticas y alegóricas que quedan impresas en la retina del espectador. Y todo cuanto integra cada una de las secuencias de la cinta demuestra su elevado calado metafórico y redunda en el carácter de buceo místico en el alma humana que posee la propuesta: la música que contrapone el jazz –sensual, tentador, vivo, peligroso– con la clásica –sublime, etérea, nostálgica, segura–; la austeridad de la puesta en escena; los encuadres que potencian el espacio y la línea del horizonte; la delectación en el rostro, desnudo, hierático, de Ida; etcétera.