“Los niños se aburren los domingos”: forasteras

Jean Stafford es una escritora norteamericana más conocida en nuestro país por su relación con el poeta Robert Lowell que por su narrativa, inédita hasta el momento a pesar de sus concomitancias con la producción de otras autoras de su generación como Katherine Anne Porter o Flannery O’Connor. Afortunadamente, Sajalín Editores ha corregido esta carencia al rescatar para el público hispanohablante una selección de trece de sus cuentos, extraídos de The Collected Stories of Jean Stafford (1969) ‒obra galardonada con el Premio Pulitzer de Ficción en 1970‒ en el volumen Los niños se aburren los domingos; un volumen, dicho sea de paso, exquisitamente editado por Sajalín, que cuenta con una magnífica traducción de Ana Crespo.

Gracias a ello, el lector tiene la oportunidad de sumergirse en el universo de Stafford, marcado por el protagonismo femenino y una incisiva mirada a su contexto social, esto es, los Estados Unidos de mediados del siglo pasado. Sobre decir que, en una sociedad como esa, donde la mujer seguía relegada a un segundo plano, pero donde la Segunda Guerra Mundial había propiciado el incremento de la participación femenina en las cuestiones internas del país, la realidad retratada por Stafford es la de un mundo quebradizo, en disolución, donde las heroínas que habitan sus páginas luchan contra un entorno opresivo e inmisericorde, cuando no hipócrita, vano o absurdo.

«A través de un humor punzante y amargo, asentado sobre una soterrada melancolía romántica, la prosa de Stafford oscila con una elegancia inusual entre la disección, casi clínica, de sus criaturas y un lirismo impresionista: una tensión dialéctica entre una mirada descarnada y un hálito poético que, por lo general, asocia respectivamente al mundo exterior de sus personajes y al mundo interior.»

Por ello, y en tanto mujer emancipada, no es difícil rastrear en estos cuentos ecos autobiográficos de la autora, tales como el accidente de coche que sufrió en 1938 y que le obligó a someterse a una reconstrucción facial (“El castillo interior”), o su condición de provinciana ‒era de una pequeña ciudad de California‒ dentro de la esnobista élite intelectual neoyorquina (“Los niños se aburren los domingos”); o, incluso, su crisis matrimonial con Lowell (“La invasión de poetas”). La sutileza e ironía de estos relatos no tienen parangón; mientras la atribulada Pansy de “El castillo interior” descubre un extraño placer en su reclusión de enferma (v. gr. “nunca se había sentido tan unida al mundo y nunca el silencio le había parecido tan dulce”), Emma, deambulando por el museo en “Los niños se aburren los domingos”, traza un retrato muy poco halagüeño de la inteligentzia del país (v. gr. “cuando Emma asistía a alguno de aquellos cócteles siempre tenía la impresión de que la actitud del resto de invitados la acusaba implícitamente de no buscar significados, de no ser capaz de entrever el simbolismo histórico-literario de aquellos encuentros y seguir pensando […] que no era más que una excusa para acabar borrachos.”). Dicha visión es aun más ácida cuando se circunscribe a la vida de los Maybank en Maine en “La invasión de poetas”, con verdaderas perlas acerca de la categoría moral de los amigos o conocidos, casi todos poetas, que los visitan (v. gr. “Y luego, por la noche, las señoras de la casa se sentaban en mi bonito salón […] para escuchar a los poetas que se escuchaban a sí mismos pero no a los demás.”).

Sin embargo, los relatos van mucho más allá del mero testimonio ficcionado de las propias experiencias de la escritora; de hecho, a través de un humor punzante y amargo, asentado sobre una soterrada melancolía romántica, la prosa de Stafford oscila con una elegancia inusual entre la disección, casi clínica, de sus criaturas y un lirismo impresionista: una tensión dialéctica entre una mirada descarnada y un hálito poético que, por lo general, asocia respectivamente al mundo exterior de sus personajes y al mundo interior, como si la mediocridad circundante no casara con las complejidades psicológicas y emocionales de las protagonistas. No en vano, y en la estela del paradigma narrativo de Henry James y Edith Wharton, la focalización del discurso tiene una marcada significación en la temática última de cada historia. Modélico al respecto es el relato “El corazón sangrante”, en el que la solitaria Rose Fabrizio se crea una imagen mental sobre su entorno que la experiencia no tardará en desmentirle con una crueldad aplastante.

«Las historias de ‘Los niños se aburren los domingos’, aunque aferradas a la cotidianidad, la iluminan bajo un prisma diferente, marcado por la alteridad hasta tal punto que a menudo rozan el esperpento surrealista, dada la condición de casi todas sus protagonistas de ‘outsiders’.»

Por otro lado, las historias de Los niños se aburren los domingos, aunque aferradas a la cotidianidad, la iluminan bajo un prisma diferente, marcado por la alteridad hasta tal punto que a menudo rozan el esperpento surrealista, dada la condición de casi todas sus protagonistas de outsiders. Tomemos, por ejemplo, a la joven Lily en la deprimente residencia de ancianos de “La vida no es un abismo” o a Margaret en los petulantes círculos sociales de Nueva Inglaterra de “Una conversación educada”. Ambas mujeres intentan sostener un diálogo que repugna su sensibilidad y honestidad, al interactuar con personas completamente ajenas a ellas. También tenemos a Kitty, horrorizada ante la actitud de avestruz de su madre y amigas en “La merienda de las heroicas señoras”, o a Daisy y su hermana, irremisiblemente afectadas por su miserable infancia a expensas de la caridad ajena en “En el zoo”. Por no mencionar a la pequeña Hannah, incapaz de comprender a sus progenitores, que la utilizan como moneda de cambio en sus discusiones en “Policías y ladrones”. De ahí que no sea casual la presencia recurrente de animales (loros, perros, gatos…), correlatos de la actitud de los seres humanos que los poseen, o que los espacios y los objetos adquieran dimensiones alegóricas, como, pongamos por caso, el papel crucial del trineo en “Una historia de amor en el campo”.

Nos encontramos, pues, ante una narrativa cargada de un inefable sentimiento de pérdida y fracaso, en la que incluso los momentos más felices de la vida pueden verse salpicados de dolor (véase “Un día de montaña”), pero donde, pese a todo, la esperanza sigue alentando, pues a veces el sufrimiento proporciona la catarsis y la liberación, como bien lo prueba el periplo de Beatrice en “La historia de Beatrice Trueblood” atención al apellido de la heroína, en el que una aparente desgracia se convertirá en su mayor fortuna. En resumen, un libro que ningún aficionado a la lectura debería dejarse perder, pues pone al alcance del lector español una voz brillante, atractiva, sensible e inteligente.

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