Los exquisitos ‘tableaux vivants’ de «Shirley: visiones de una realidad», de Gustav Deutsch

Shirley: Visiones de una realidad, la película del ecléctico artista austríaco Gustav Deutsch, es a priori un experimento fílmico exclusivamente apto para paladares cinéfilos sedientos de nuevas experiencias, capaces de disfrutar con reflexiones metalingüísticas sobre el arte en general, y la pintura y el cine en particular, puesto que la cinta consiste, básicamente, en una estudiada ‒y exquisita animación de trece cuadros del pintor Edward Hopper.

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Despojada, por tanto, de una narrativa convencional, la obra se estructura de forma episódica en sucesivos tableaux vivants, de manera que tanto la extraordinaria fotografía de Jerzy Palacz como la dirección artística de Hanna Schimek adquieren una preeminencia muy marcada dentro del discurso. Asimismo, el estatismo de cada uno de los segmentos y la ausencia de la profundidad de campo, ambos recursos impuestos por la premisa de constreñirse al referente pictórico con la máxima fidelidad posible, evidencian, más que nunca, la condición del encuadre como verdadero límite de representación ficcional y, viceversa, como espacio de creación y sublimación semióticas.

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Se trata, pues, una pieza cerebral y autoconsciente que, bajo la belleza sensorial de sus imágenes, hace hincapié en el significado y en el significante de sus secuencias con la voluntad de implicar activamente al público en la construcción última de su temática de fondo: una disquisición sobre las relaciones entre el arte y la vida, entre la ficción y la realidad. Naturalmente, ello nace a partir de la dialéctica sobre la que se asienta la propia existencia de esta Shirley: Visiones de una realidad, que no es otra que la que existe entre el cine y la pintura.

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En este sentido, no es baladí que Deutsch haya escogido a Hopper como modelo; y es que se ha repetido ad nauseam que la obra del pintor norteamericano tiene un componte fílmico muy marcado, una afirmación que la película parece consagrada a probar.

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Obviamente, es innegable que la estética de Hopper se encuentra influenciada por el film noir y que a la vez ha influenciado a innumerables cineastas ‒pienso, por ejemplo, en Alfred Hitchcock, Martin Scorsese, David Lynch o Won Kar-Wai‒. Su exuberante realismo otorga el papel protagonista al espacio (algo muy cinematográfico), que es modelado, además, mediante las sombras y, sobre todo, las luces, responsables de unos colores vívidos que hacen destacar los objetos inanimados (paredes, edificios, mobiliario…) por encima ‒o por contraste, incluso por oposición‒ de las figuras humanas que lo pueblan, lo que transmite con inusitada fuerza y elegancia el desarraigo y la transitoriedad de la vida moderna. Ello evidencia la capacidad de Hopper para captar el instante fugaz de forma simbólica; un rasgo estilístico que lo vincula directamente a la fotografía y, por extensión, al cine.

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Lo cierto es que, y según declara expresamente su autor, en Shirley: Visiones de una realidad cada uno de esos “momentos fijados” por el pincel de Hopper son ampliados, interpretados, se despliega la anécdota que se insinúa en ellos. No deja de ser sintomático que Deutsch convierta el cuadro “Motel en el oeste” (1957) en una sesión de fotos entre la protagonista del filme, la actriz Shirley (Stephanie Cumming), y su amante, el reportero gráfico Stephen (Christoph Bach), cuya presencia en off hace de su visión la del espectador; o que “Hall de hotel” (1943) sea en la cinta una obra de carácter alegórico que Shirley está representando con la compañía teatral de la que forma parte. Por no mencionar la elección de dos cuadros como “Cine en Nueva York” (1939) e “Intermedio” (1963), en los que el séptimo arte aparece de forma explícita.

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En definitiva, Deustch no pretende sino incidir en los márgenes de la representatividad fílmica ‒y, en última instancia, de la artística‒. Para ello, opta por dar un mayor papel a la cuarta pared, que se nos revela mediante personajes fuera de campo, voz en over, sonidos en la lejanía, etc., mientras que durante buena parte del metraje estructura el filme sobre una analepsis, recurso que igualmente redunda en las convenciones del lenguaje cinematográfico, por tanto en su carácter abstracto.

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Es aquí, justamente, donde la película va más allá de su mera condición de ejercicio de estilo y se convierte en un sutil y poderoso cuestonamiento de la efectividad de las diferentes disciplinas artísticas para lograr esa trascendencia que la mortalidad nos niega.

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Y es que Shirley: Visiones de una realidad no es solamente una pieza de especulación intelectual, sino que también traza un fresco sociológico y espiritual ‒sobre decir que a guisa de los propios cuadros de Hopper‒ de los Estados Unidos que van desde la década de 1930 hasta la de 1960. Las vicisitudes de Shirley y Stephen reflejan, en consecuencia, los grandes acontecimientos de la historia americana: la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, la paranoia mcarthysta, la lucha por las libertades civiles… y, cómo no, el cambio del rol de la mujer dentro de una sociedad dominada por los hombres. De ahí que el visionado de la cinta no resulte tan arduo como podría creerse, llena como está de brillantes ideas no solo visuales sino también argumentales y temáticas, con lo que aclaro ese “a priori” con el que abría mi crítica.

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Para acabar, cabe señalar que la elección de “Sol en una habitación vacía” (1963) como último lienzo recreado en el filme, momentos antes de que dicho cuarto quede efectivamente “vacío”, con el famoso discurso de Martin Luther King en Washington sonando a lo lejos, es toda una metáfora de la existencia ‒abocada a la nada‒, pero también de que el arte solamente tiene sentido en tanto diálogo entre el creador y la audiencia, y de que, a veces, las palabras, como las imágenes, pueden cambiar el mundo o, al menos, pueden inspirarlo lo suficiente para, literalmente, conmoverlo, es decir, animarlo, ponerlo en movimiento, en acción.

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