A simple vista, el último filme de Jay Roach encaja en lo que podríamos denominar una producción de Hollywood de qualité, esto es, una pieza impecablemente producida, con una exquisita ambientación de época (excelentes el vestuario, la música, etc.), con actores de prestigio –como Helen Mirren o Diane Lane– y que, encima, parte del siempre socorrido “basado en hechos reales”, muy del gusto de la taquilla y de la Academia del Cine yanquis; de ahí que se diría repleta de tópicos y destinada a, por lo menos, cinco o seis nominaciones a los premios Oscar.
Sin embargo, Trumbo: la lista negra de Hollywood solamente recibió una, algo que ya debería ser indicativo de que la cinta atesora en su interior mucho más de lo que podría esperarse de buenas a primeras. Y es que, si bien no deja de seguir la típica estructura del biopic más convencional –auge, caída y después reconocimiento–, el desarrollo de los hechos resulta, contra todo pronóstico, inteligente, sutil y eficaz. Y lo que es todavía más raro: evita caer en el didactismo infantil propio de las películas “con mensaje” dirigidas a un público amplio.
«Si bien no deja de seguir la típica estructura del biopic más convencional –auge, caída y después reconocimiento–, el desarrollo de los hechos resulta, contra todo pronóstico, inteligente, sutil y eficaz.»
Desde luego, gran parte del mérito de la obra radica en el brillante guion de John McNamara, que adapta el libro biográfico de Bruce Cook siguiendo un viejo precepto aristotélico que es –o debería ser– el leitmotiv de cualquiera que escriba para el cine narrativo; me refiero a definir a los personajes mediante sus actos, de manera que el espectador configure la psicología de los seres que aparecen en pantalla, no mediante burdos apriorismos, sino conforme los vaya viendo comportarse y hablar.
Así, paulatina y orgánicamente, con claridad meridiana pero sin subrayados redundantes, se despliega ante nuestros ojos la seductora y recta personalidad del protagonista, Dalton Trumbo (inmenso Bryan Cranston), y su relación con el microcosmos en el que habita, cada vez más complicada por cuestiones que deberían permanecer ajenas, más que al séptimo arte, a la industria del entretenimiento, que, no nos engañemos, es a lo que básicamente se dedica Hollywood. Ello es apuntado simbólicamente con la continua presencia del cine dentro del cine que hay en el metraje y, más aún, con la propia plasmación clásica, “invisible”, del discurso. Asistimos, por tanto, a una esmerada recreación de hechos reales y de fragmentos de películas o de reportajes televisivos, siempre bajo un prisma idéntico de verismo y fidelidad: todo un recordatorio del choque entre la ficción y la realidad, en este caso entre lo correcto y lo incorrecto, la libertad personal y los intereses políticos.
«Gracias al brillante guion y a la dinámica dirección, lo sucedido en Estados Unidos durante la infame constitución del Comité de Actividades Antiamericanas es contado, no mediante una (aburrida) acumulación climática de momentos desgarrados, sino con el tono comedido y tragicómico tan propio de las vicisitudes del día a día, de la cotidianidad.»
Por otro lado, la otra gran baza de la cinta es la realización de Roach, ya que, especializado como se encuentra en dirigir comedias –es responsable, entre otras, de la saga de Austin Powers y los filmes de “Los padres de…”–, le imprime al relato un dinamismo y una gracilidad muy poco frecuentes en los dramas hollywoodienses, con lo que tiñe toda la película de un humorismo negro tan refrescante como acorde con el espíritu de su principal protagonista, y que remite inevitablemente a Billy Wilder, con quien comparte, además, un poso moral y crítico.
Gracias a ello, lo sucedido en Estados Unidos durante la infame constitución del Comité de Actividades Antiamericanas –que hizo la vida imposible, a veces literalmente, a muchos intelectuales del país– es contado, no mediante una (aburrida) acumulación climática de momentos desgarrados, sino con el tono comedido y tragicómico –e incluso surreal– tan propio de las vicisitudes del día a día, de la cotidianidad. Puro Chéjov.
Según lo expuesto, Trumbo: la lista negra de Hollywood rezuma honestidad y verdad. Amena e incisiva, y hasta cabría añadir que “necesaria”, profiere un sincero mea culpa sobre la persecución ideológica y el ostracismo social y laboral que padecieron tras la Segunda Guerra Mundial muchos artistas de Hollywood por sus inclinaciones ideológicas comunistas, un hecho doblemente reprochable al contar con la pasividad o la connivencia de la mayor parte de compañeros de la industria. Ello seguramente explica el escaso afecto de los académicos por la obra, quizá porque la magnanimidad que al final muestra Trumbo hace más cruel la injusticia cometida contra los denominados «diez de Hollywood», así como intensifica la demencia de la caza de brujas del macarthismo, o quizá porque prueba, una vez más, que la democracia no es defendida por las instituciones ni los Estados, sino por los individuos.
Una tesis peliaguda que, en cualquier caso, también es responsable de que el proyecto haya evitado el tono melodramático y/o panfletario. Y es que, como toda buena creación hecha para denunciar una realidad desde dentro de esa misma realidad, juega a la ironía y al equívoco, al amor/odio, y evidencia, en última instancia, la interminable hipocresía de ese universo, vigente hoy como antaño. La hábil pirueta de convertir una derrota en una victoria nos recuerda, en fin, que… ¡ey, esto es solo el mundo del espectáculo!