«El porvenir» de Mia Hansen-Løve

Si por algo destaca la breve pero brillante filmografía de Mia Hansen-Løve es por su capacidad de construir todo un mundo en torno a los personajes principales de la trama de forma tan inadvertida y ligera como exhaustiva. En este sentido, su obra bebe de la tradición del psicologismo y el análisis sociológico de la gran narrativa decimonónica, aunque, eso sí, pasada por el tamiz del behaviorismo americano; un rasgo de estilo prácticamente impuesto por el medio artístico cinematográfico, a poco que no se desee abusar de recursos formales tan farragosos para la continuidad narrativa como la voz en over o los intertítulos explicativos. No es de extrañar, en consecuencia, que las imágenes de sus piezas estén cargadas, simultáneamente, de tanto valor cotidiano como simbólico; como ejemplo, acude a mi mente una magistral secuencia del filme que nos ocupa, en el que su atribulada protagonista, Nathalie (una inmensa Isabelle Huppert), regresa a su hogar tras haber perdido –en apariencia– la última fuente de alegría que le quedaba. La casa tiene las persianas y las cortinas cerras, con lo que la iluminación es muy escasa; y cuando finalmente se abren las ventanas, Hansen-Løve hace un lento fundido a negro y no a blanco, en un patente contraste alegórico entre la luz que entra desde fuera y el futuro que le espera a esa maestra de filosofía.

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«La obra de Hansen-Løve bebe de la tradición del psicologismo y el análisis sociológico de la gran narrativa decimonónica, aunque, eso sí, pasada por el tamiz del behaviorismo americano; no es de extrañar que las imágenes de sus piezas estén cargadas, simultáneamente, de tanto valor cotidiano como simbólico.»

En esta línea, tampoco sorprende que tanto El porvenir como otras de sus cintas atesoren un bagaje cultural que enriquezca la depurada belleza y precisión de su componente visual; y ello, de nuevo, es mérito de la propia realizadora, responsable de los guiones sobre los que se cimienta todo el entramado discursivo. Esto explica por qué, a menudo, su cine ha sido comparado con el de Ingmar Bergman o el de Éric Rohmer, aunque, dada su voluntad omnímoda, su delicada emotividad y su capacidad de sugestión, su obra se encuentra más cercana a Jean Renoir o a Max Ophüls.

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De hecho, El porvenir, galardonada con el Oso de Plata a la Mejor Dirección en el pasado Festival de Berlín, es una muestra perfecta del estilo sutil y complejo de su autora. Para empezar, y ya desde su mismo título, la película pretende ser una reflexión sobre el paso del tiempo, o, mejor dicho, sobre la vejez en el seno de una sociedad en la que impera la superficialidad de la inmediatez. Que el personaje central sea una mujer a punto de entrar en la tercera edad, y encima profesora de filosofía, solamente hace más notable el carácter “accesorio” que le empieza a atribuir nuestro mundo materialista y neoliberal.

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Pero hay más: el futuro, “el porvenir” individual que le espera a Nathalie, halla pronto un paralelismo con el destino de la colectividad. No en vano, al principio del metraje, la protagonista se enfrenta a los piquetes de alumnos que se manifiestan para evitar una reforma laboral que recorta las pensiones y la sanidad e impone la precariedad del trabajo. No es que Nathalie esté a favor de dicha reforma: es que se ha distanciado totalmente del mundo, de los problemas que le acucian, y lo único que le importa es dar su clase; porque ha envejecido, en el peor sentido de la palabra. De ahí que haya renunciado a su socialismo de juventud y lleve años asentada en una confortable vida burguesa, casada con el también profesor de filosofía Heinz (André Marcon), madre de dos hijos ya independientes y con una profesión que no solo le gusta sino que encima le aporta réditos y respeto (inevitable aquí pensar en el perfil actual de antiguos líderes del movimiento obrero).

«El drama personal de Nathalie (Isabelle Huppert) deviene una ilustración de ese nada halagüeño destino, marcado por las imprevisibles y caprichosas fluctuaciones de los mercados, al que parecen abocadas las democracias europeas.»

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Que todo ello se trunque bruscamente conforme se van truncando los derechos básicos del ciudadano en Francia hace que el drama personal de Nathalie devenga una ilustración de ese nada halagüeño destino, marcado por las imprevisibles y caprichosas fluctuaciones de los mercados, al que parecen abocadas las democracias europeas. Y que el desencadenante sea su esposo, hombre individualista, cerebral y esnob que, como él mismo declara, siempre receló de los movimientos sociales, es epítome del secuestro del idealismo a manos de una practicidad conservadora, de un posibilismo que encierra una visión jerarquizada y clasista de la sociedad.

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Igualmente, El porvenir contrasta dos visiones de la existencia: el de las personas que creyeron que podrían cambiar el mundo mediante la revolución y la organización colectiva, y que se vieron pronto decepcionadas (la generación del Mayo del 68), y el de la juventud actual, que pretende, ante todo, cambiarse a sí misma para, progresivamente, y siempre predicando con el ejemplo, instaurar un nuevo sistema de valores que acabe con el injusto orden mundial imperante. El personaje de Fabien (Roman Kolinka) simboliza esta línea de pensamiento en el que los apriorismos intelectuales han sido substituidos por la acción pacífica, y es lógico que Nathalie se sienta tan fascinada por su comportamiento como ajena al mismo.

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En cualquier caso, y si con algo se queda el espectador tras el visionado de El porvenir, filme que acumula tantas catástrofes y desengaños que únicamente la exquisita contención de su tono lo aleja del melodrama, es con la necesidad de seguir apostando por ese porvenir. Y es que los seres humanos, a pesar de todo, se caracterizan más por su capacidad de reponerse que de fracasar, gracias sobre todo al amor, la mayor fuerza, el mayor don que le ha sido otorgado a la humanidad. Tal vez Nathalie sea una mujer muy culta y que haya dedicado su vida a la reflexión y a las ideas; sin embargo, y llegado el momento de la verdad, es el amor lo único que alumbra la tiniebla hacia la que se encamina su periplo, concretado en su forma menos egoísta: el que siente hacia la gata de su madre y hacia su nieta. ¿Qué mejor augurio de lo que ha de venir que la llegada de una nueva vida, cargada de posibilidades?

«Los seres humanos, a pesar de todo, se caracterizan más por su capacidad de reponerse que de fracasar, gracias sobre todo al amor, la mayor fuerza, el mayor don, que le ha sido otorgado a las personas.»

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Según lo expuesto, pues, El porvenir es una película densa y profunda en medio de su aparente meridianidad; bella y poética en medio de un relato cotidiano y sencillo, y esperanzada en medio de su marcada melancolía. Una metáfora perfecta, en fin, de la dualidad entre Eros/Thanatos que marca nuestro complicado y precioso paso por la Tierra.

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