«Francofonía» de Aleksandr Sokurov

A simple vista, puede parecer que el último filme de Aleksandr Sokurov es una especie de réplica “menor” de uno de los títulos más destacados de su carrera, El arca rusa (2002). Y es que, si en dicha cinta el director siberiano ofrecía una mirada, entre simbólica y cáustica, sobre el Hermitage y sobre la historia e idiosincrasia del país en el que este museo se ubica, con Francofonía es el Louvre, y por tanto Francia, aquello que deviene foco de atención del discurso.

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«A simple vista, puede parecer que el último filme de Aleksandr Sokurov es una especie de réplica ‘menor’ de uno de los títulos más destacados de su carrera, El arca rusa, al centrarse en el museo del Louvre y en Francia como aquella lo hacía con el Hermitage y Rusia; pero aquí acaban las similitudes entre ambas películas.»

Sin embargo, las similitudes entre ambas obras terminan aquí. Para empezar, El arca rusa se mueve de manera patente en un universo absolutamente ficticio; y ello con independencia de que sus “decorados” sean las paredes del palacio de invierno de los zares o de que se recreen personajes y sucesos históricos. De hecho, la argamasa espaciotemporal que despliega Sokurov en esa pieza casa con el portentoso tour de force de un plano-secuencia que se extiende a lo largo de todo el metraje. Gracias a ello, se le confiere un sentido laberíntico a esa mole llamada “identidad rusa”, mientras que, a la vez, se convierte al principal protagonista de la historia, el Marqués de Custine (Sergey Dreyden), en irónico corifeo de lo narrado y álter ego del propio realizador.

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En Francofonía, en cambio, y desde su primer plano, Sokurov se introduce explícitamente dentro del universo fílmico, así que la película pronto se sitúa en un ámbito que pretende estar cerca de la realidad; una sensación que confirma la textura documental de las imágenes (v. gr. empleo de material de archivo, realización digital, luz natural, etc.). Sin embargo, el elevado grado de elaboración de cuanto acontece evidencia que poco, o nada, tiene de recuperado o espontáneo aquello que se nos muestra. Y cuanto más insiste el autor en hacer hincapié en el carácter “verídico” del relato, más obvia queda la perspectiva, completamente subjetiva y artificial, del mismo (como ejemplo ilustrador, sirva el hecho de que los personajes mantienen conversaciones políglotas, en las que ninguno de los interlocutores cambia al idioma del otro).

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En este sentido, puede decirse que, con Francofonía, Sokurov se ha liberado del mediador que traducía sus pensamientos y los ha plasmado directamente sobre “el lienzo en blanco” de los fotogramas. Y empleo a propósito este símil porque, no por casualidad, toda la estructura del filme está concebida como eco o reflejo del proceso creativo propio de los autores del arte plástico, “dibujando” el creador formas que le han sido sugeridas por el mundo “sensorial” que le rodea; incluso “esbozando” un “autorretrato” parcial de sí mismo. Semejante recurso de estilo no solamente prueba una vez más el dominio del medio cinematográfico que tiene este cineasta, maestro de la mezcla genérica y la metáfora visual, sino que además le permite tanto reflexionar sobre la importancia y los límites del arte, como, especialmente, incidir en la condición del mismo de expresión sublime del alma occidental.

«Con el término ‘francofonía’, el realizador ruso no alude a los países de habla francesa, ni siquiera a la propia Francia, sino a lo que esta nación simboliza, esto es, la quintaesencia de Europa.»

Es este y no otro, en consecuencia, el propósito final de la cinta que nos ocupa. Porque, con el término “francofonía”, Sokurov no alude a los países de habla francesa, ni siquiera a Francia, sino a lo que esta nación simboliza, esto es, la quintaesencia de Europa. No olvidemos que, desde Carlomagno hasta nuestros días, Francia ha sido uno de los focos de riqueza cultural y económica del viejo continente, epítome de su arte y de su pensamiento. De ahí que Sokurov elija dos figuras paradigmáticas de Francia (una real; la otra, no) para contraponer las dos facetas que definen la parte del mundo que más guerra ha dado –en sentido literal– al planeta: Marianne (Johanna Korthals Altes), símbolo de la Revolución francesa y de los valores de “libertad, igualdad y fraternidad”, y Napoleón Bonaparte (Vincent Nemeth), que pervirtió dichos valores mediante una personificación de ellos onanista, rígida y grandilocuente.

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Con semejante planteamiento, en seguida se evidencia el tono amargamente satírico de la pieza, pues las intervenciones de ambos personajes, que deambulan en las amplias salas de un Louvre desierto, son presentadas por la voz en over del propio director a guisa de marionetas en representaciones de guiñol. Pero aún hay más: Sokurov contrasta estos momentos ficcionados y teatrales por los corredores del museo con unas grabaciones de “vídeo casero” en su pequeño despacho; unas tomas en las que se incide, sobre todo, en la cotidianidad laboral del propio realizador, “en rapto de las musas” justo cuando algo terrible acontece desde el Skype de su portátil. Con ello, y haciendo gala de una honestidad encomiable, el autor no se sitúa por encima de la realidad que analiza, sino como partícipe de la misma, y como tal, entona un mea culpa casi forzoso: el mea culpa del artista, del intelectual, del esteta aislado en su atalaya de ideas, cuando el sufrimiento ajeno y la injusticia imperante demandarían una acción directa e inmediata, sin racionalización o embellecimiento a posteriori.

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«La cinta analiza el concepto de civilización que han acuñado Europa, Francia, Occidente, a lo largo del tiempo; un concepto en el que se da más importancia a las formas que al fondo, a la estética que a la ética, a la comodidad que a los ideales, al arte que a las personas.»

Al final, por tanto, ¿de qué habla Francofonía? Del concepto de civilización que han acuñado Europa, Francia, Occidente, a lo largo del tiempo; un concepto en el que se da más importancia a las formas que al fondo, a la estética que a la ética, a la comodidad que a los ideales, al arte que a las personas. No en vano, lo que de documento histórico tiene el filme, en verdad se halla en el relato de la relación establecida entre Jacques Jaujard (Louis-Do de Lencquesaing), destacado funcionario de la República gala durante el período de entreguerras, la ocupación nazi y la posguerra, y el conde Franz Wolff-Metternich (Benjamin Utzerath), militar alemán al mando de la gestión del patrimonio artístico francés durante la invasión. Mediante la narración de una amistad que parece imposible pero que no lo fue, Francofonía incide en la decadencia definitiva del proyecto europeo; ese que para muchos ha mostrado su carácter quimérico con la crisis del 2008, pero que en el fondo nació malformado y condenado a la extinción.

Con una lucidez tan certera como hiriente, el realizador, como el conde citado, manifiesta su admiración por las glorias de Francia, por sus logros espirituales y creativos, y también por su capacidad para saber disfrutar de los pequeños placeres de la existencia. Pero ese esplendor y esa buena vida se han sustentado sobre un lago de sangre: la sangre de los otros. ¿O es que la existencia del Tercer Mundo no es lo que nos proporciona a nosotros la comodidad? ¿No fueron los nazis tolerantes y paternalistas con los franceses, una magnanimidad que no mostraron con otros pueblos? ¿Y qué hay de los soviéticos, que salvaron a Europa del fascismo con sus veintitantos millones de muertos y que, no obstante ello, poco después fueron demonizados por todas las democracias occidentales?

«Estamos ante una película tan valiente como incómoda; una excepcional muestra del talento de su creador y toda una oda envenenada y elegíaca a las (supuestas) virtudes clásicas que encarna Europa.»

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Al comparar los destinos últimos del funcionario francés y del aristócrata alemán, Sukourov llega a una reflexión similar, pero mucho más dolorosa, que la que extraía Jean Renoir en La gran ilusión (1937); y es que, por encima de todo, no se impone la justicia ni la humanidad ni el amor ni la camaradería ni los ideales ni los nacionalismos: se impone el bienestar material. O dicho de otra forma: prevalece Napoleón sobre Marianne. Por eso Francofonía es una película brillante, tan necesaria como indigesta, tan valiente como incómoda; una excepcional muestra del talento de su creador y toda una oda envenenada y elegíaca a las (supuestas) virtudes clásicas que encarna Europa: la templanza, la elegancia, la sofisticación, la inteligencia, la cultura, la lógica, el racionalismo… En definitiva, meras abstracciones frente a los millones de cadáveres acumulados en ella y por ella; y no solo en el pasado, sino también en el presente. No en balde, al cierre de la obra suenan los acordes escacharrados del himno soviético. ¿Dónde quedó ese ideal humanista sobre el que se asienta el mundo moderno? Se perdió entre las sedas y el conformismo, entre el pan y el circo. Y poco se puede ya esperar de una sociedad donde se acepta el mal con tal de no renunciar al hedonismo; una sociedad de pactos y prebendas, de trapicheos y trueques, de prejuicios y no de ideas. Una sociedad que dispara el valor de objetos, de cuadros, de estatuas… pero no de las vidas humanas. Una sociedad, en fin, y parafraseando a Bertolt Bretch, que demasiado a menudo olvida que es más importante comportarse como un ser humano que tener buen gusto.

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