«La llegada» de Denis Villeneuve

La secuencia de apertura de la última exquisitez de Denis Villeneuve, La llegada (Arrival), sirve para situar al espectador en las coordenadas anímicas en las que se moverá el filme, impregnada como se encuentra de un tono marcadamente elegíaco. Así, la voz en over de su protagonista, Louise Banks (Amy Adams), se dirige emocionada a un tú ausente; la fotografía de Bradford Young es de tonalidades grises y azules, y destaca en ella el empleo del claroscuro; la lluvia, el frío y la niebla sirven de marco de muchos de los acontecimientos narrados, y, en última instancia, un nostálgico tema de Max Richter, “On the Nature of Daylight” (2004), acompaña las imágenes con sus evocadoras notas. Todo ello crea una atmósfera de pérdida y de tristeza contenidas que patentiza ese “dulce dolor” de la despedida que tan bien definió el bardo de Stratford-upon-Avon en su famosa tragedia veronense; puesto que todo adiós antes contuvo en su interior un hola.

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En este sentido, es sintomático el cambio de título de la adaptación cinematográfica respecto al del multipremiado cuento en el que se inspira, “La historia de tu vida”, de Ted Chiang, ya que, paradójicamente (o no tanto…), la crónica de una llegada –en este caso en concreto, de un primer contacto con una civilización de otro planeta– se convierte en la crónica de una partida.

«Resulta sintomático el cambio de título de la adaptación cinematográfica respecto al del multipremiado cuento en el que se inspira, «La historia de tu vida», de Ted Chiang, ya que, paradójicamente, la crónica de una llegada –en este caso en concreto, de un primer contacto con una civilización de otro planeta– se convierte en la crónica de una partida.»

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Y es que de separaciones y encuentros, de idas y de venidas, de principios y de fines, de esperanza y de desilusión trata una película que, coherentemente, aporta una visión de tintes existencialistas sobre el sentido de la vida, siempre en tránsito, siempre mutable, siempre fugaz. Justo es decir que gran parte de dicha reflexión ontológica ya se hallaba en el texto de partida, brillantemente adaptado por el guionista Eric Heisserer; como también lo es que la doble herencia cultural de Chiang (china y estadounidense) explica en parte la centralidad que el pensamiento abstracto, y sus complejos y variados modos de concretarse, tiene en el desarrollo de la trama. O dicho de otra forma: tanto en la cinta que nos ocupa como en la narración original, se incide en que la quintaesencia de la especie humana, aquello que nos distingue del resto de seres vivos, es nuestra capacidad de formar ideas mediante un sofisticado sistema semiótico que trasciende la mera expresión de necesidades y emociones primarias.

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No en vano, el gran problema al que se enfrenta la humanidad al recibir la visita de unas formas de vida extraterrestres es encontrar el modo de establecer con ellas una vía de comunicación, algo que parece imposible habida cuenta la diferencia abismal que existe entre ambas razas. ¿No es eso, elevada a la enésima potencia, la distancia que media entre un idioma articulado en torno a un alfabeto fonético y otro, en torno a una representación ideográfica (como el inglés y el mandarín)? Y si nuestra mente no forma ideas abstractas hasta que adquirimos nuestro idioma materno, que nos graba a fuego una serie de apriorismos, ¿cómo enfrentarnos al Otro por antonomasia, al alienígena? ¿Cómo reaccionaría nuestro cerebro al intentar descifrar un lenguaje de un mundo del todo ajeno al nuestro?

«La película incide en que la quintaesencia de la especie humana, aquello que nos distingue del resto de seres vivos del planeta Tierra, es nuestra capacidad de formar ideas mediante un sofisticado sistema semiótico que trasciende la mera expresión de necesidades y emociones primarias.»

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De ahí que, en La llegada, Villeneuve lleve a cabo una reflexión sobre esa inefable cualidad que nos conforma, llámesele inteligencia racional o alma, en tanto principio del yo y también su límite. Para ello, el realizador canadiense le da al discurso un envoltorio de thriller preternatural –algo recurrente en su filmografía, aunque especialmente se vea en Enemy (2013)–, en el que, de forma elegante y paulatina, el componente de intriga scifi va cediendo paso a un drama sobre la dialéctica entre vida/muerte y placer/dolor que configura el devenir humano. Ello sumado al hecho de que esos visitantes del espacio exterior tengan una forma de escritura basada en una serie de dibujos circulares, lleva al autor a construir la obra con una estructura de carácter circular, donde sueño y vigilia y pasado y futuro se superponen como un eterno palimpsesto de la causalidad y del azar. El estilo exuberante de Villeneuve, aséptico y a la vez onírico, deviene el vehículo idóneo.

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Para Jorge Luis Borges, “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.” Puede decirse que La llegada es una ilustración perfecta de esta reflexión del escritor argentino.

«En «La llegada», Villeneuve lleva a cabo una reflexión sobre esa inefable cualidad que nos conforma, llámesele inteligencia racional o alma, en tanto principio del yo y también su límite. Para ello, el realizador canadiense le da al discurso un envoltorio de ‘thriller’ preternatural, en el que, de forma paulatina, el componente de intriga ‘scifi’ va cediendo paso a un drama sobre la dialéctica entre vida/muerte y placer/dolor que configura el devenir humano.»

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Con un punto de partida argumental que recuerda al de innumerables clásicos de su género, tanto en el ámbito literario –v. gr. El fin de la infancia (1953) de Arthur C. Clarke– como fílmico –v. gr. Encuentros en la Tercera Fase (1977) de Steven Spielberg–, su resolución final da sentido a todo el relato y le confiere un poso profundamente humanista que la vincula a toda una corriente de cine de ciencia ficción reciente, léase Moon (2009) de Duncan Jones o Interestellar (2014) de Christopher Nolan, al erigirse, como estas, en una verdadera disquisición sobre aquello que, a pesar de los pesares, hace del ser humano una criatura única y admirable, digna de seguir permaneciendo en la inabarcable marea de la inmensidad cósmica. O, como ya decía Sófocles: “Una única palabra nos libera de todos los pesares y de todo el dolor de la vida: y esa palabra es amor.”

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