«Los exámenes» de Cristian Mungiu

A simple vista, Los exámenes de Cristian Mungiu es un filme de tintes realistas que traza una amarga radiografía de la Rumanía actual, de ahí que se atenga a muchos de los recursos estilísticos propios del cine de denuncia social (v. gr. empleo de luz natural, abundancia de rodaje en exteriores, ausencia de música extradiegética, etc.). Sin embargo, la película tiene otra lectura, no menos importante; y es que, más allá del sutil y brillante reflejo de los males sistémicos que asolan el país donde transcurre la acción, hace hincapié en la debilidad de las convicciones propias cuando una calamidad sacude la placidez de nuestra existencia: las pone a prueba, a “examen”.

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Eso es, justamente, lo que le acontece al protagonista principal del relato, Romeo (Adrian Titieni), abocado por unas circunstancias adversas a un dilema moral en pro del bienestar de su hija, Eliza (Maria-Victoria Dragus). El dolor personal e íntimo que experimenta este padre cuando siente que ha fallado en sus funciones como tal repercute en el núcleo familiar y, a la postre, en el ámbito laboral y social, lo que le da a la trama un toque de amarga ironía, pues será el comportamiento del propio Romeo aquello que complique definitivamente una situación ya de por sí difícil, a base de desesperación, de miedo y, sobre todo, de culpa.

«El dolor personal e íntimo que experimenta un padre cuando siente que ha fallado en sus funciones como tal repercute en el núcleo familiar y, a la postre, en el ámbito laboral y social, lo que le da a la trama un toque de amarga ironía, pues será el comportamiento del protagonista lo que complique definitivamente una situación ya de por sí difícil, a base de desesperación, de miedo y, sobre todo, de culpa.»

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No en vano, Mungiu emplea con exquisita sobriedad la ausencia del fondo del campo y la cámara fija, de manera que, durante la mayor parte del metraje, los personajes en primer término son tomados en un plano que se mantiene a lo largo de cada una de las secuencias, mientras que los que quedan atrás adquieren el aire ominoso de lo desconocido y, por tanto, de lo peligroso, de lo amenazante. En esta línea, el estatismo de los encuadres hace que los seres que los transitan se sucedan de una escena a otra como actores de teatro dispuestos en sus marcas, con lo que todo cuanto dicen tiene un matiz de papel aprendido e imposible de rebasar.

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Y en ello redunda el hecho de que la historia se articule en torno a un incidente inicial completamente fortuito, a partir del cual se inicia un auténtico camino de perdición de Romeo, que toma una decisión errónea tras otra; algo que da al planteamiento narrativo una pátina de fatalismo con regusto a tragedia clásica. Sobre decir, empero, que aquí no habrá clímax dramático alguno ni catarsis, ya que el filme tiene un final abierto, el protagonista está lejos de ser un héroe (a pesar de su peculiar nombre de pila), y las Moiras no regirán el comportamiento de los personajes, sino sus limitaciones psicológicas.

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De hecho, y como le acontecía al protagonista de otra fábula moral, Un tipo serio (2009), de los hermanos Coen, el “pecado original” de Romeo –el que desencadenará toda la intriga posterior– no es entrar en un juego amañado en el que todos sus conciudadanos participan haciendo sus propias trampas, sino haber perdido la esperanza de poder reconducir dicho juego por los cauces reglamentarios. La obsesión del protagonista de darle un futuro mejor a su hija haciendo lo que él y su esposa no hicieron –esto es, yéndose a vivir a un país extranjero– encarna la derrota de toda una generación y, al mismo tiempo, constata la parquedad de miras de quienes creyeron que todos los problemas de la sociedad rumana eran atribuibles al régimen comunista.

«La historia se articula en torno a un incidente inicial completamente fortuito, a partir del cual se inicia un auténtico camino de perdición de Romeo, que toma una decisión errónea tras otra; algo que da al planteamiento narrativo una pátina de fatalismo con regusto a tragedia clásica.»

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No es casualidad que el director haya decidido centrarse en las pruebas de reválida previas a la universidad de Rumanía, las bacalaureate –título original de la cinta–, dado que ya eran muy polémicas por su discriminación de los pobres y de las minorías étnicas mucho antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, que un hombre de tanta inteligencia como Romeo –un médico de prestigio– pueda creer, ingenuamente, que en Inglaterra su hija obtendrá una felicidad garantizada, o que niegue el incidente motor de la acción aferrándose a un mero tecnicismo, es sintomático de un extrañamiento con su mundo que tiene mucho de elitista y de cobarde. O como constató Mariano José de Larra en uno de sus artículos más emblemáticos, “En este país”: y es que si bien es necesario criticar la cicatería moral e intelectual de la propia patria, atribuirle al resto del mundo unas propiedades edénicas y limitarse a criticar la realidad del contexto cercano como si no se formara parte de él, como si uno no tuviera ninguna influencia en el mismo, es una actitud irresponsable y perezosa.

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Ello no significa, no obstante, que en Los exámenes se juzgue negativamente al protagonista; o, ya puestos, a ninguna otra de las personas que aparecen en pantalla. Y es que, precisamente, uno de los grandes aciertos del impecable guion de la pieza –obra del propio realizador– es su capacidad de narrar los hechos desde el punto de vista de los personajes, gracias a lo cual no solo comprendemos sus motivaciones, sino, lo que es más meritorio, somos partícipes de ellas y aun cómplices. Con la habilidad y la elegancia de un maestro, Mungiu traza seres reales y complejos, que caen en la depravación de la manera más absurda e intranscendental, más inadvertida; es imposible no evocar aquí a Hanna Arendt y su concepto de la “banalidad del mal”, puesto que todos los que desfilan ante la cámara de Mungiu, sin ni siquiera ser conscientes de ello, colaboran con –y apuntalan– un sistema profundamente degradado, donde la violencia, el machismo, la pobreza, la corrupción y el racismo están al orden del día y se consideran, sino normales, al menos sí “inevitables” (sin duda, el talón de Aquiles de las democracias capitalistas).

«Con la habilidad y la elegancia de un maestro, Cristian Mungiu traza seres reales y complejos, que caen en la depravación de la manera más absurda e intranscendental, más inadvertida.»

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Según lo expuesto, a los familiarizados con la sólida trayectoria de Cristian Mungiu, convertido en máximo exponente de la brillante cinematografía rumana actual –junto a Cristi Puiu y Corneliu Porumboiu–, no les sorprenderá la gran calidad de su última película; lo que sí sorprende es su capacidad de trascender la anécdota local para pintar un profundo fresco ético de una forma tan ingeniosa e inteligente que exige la implicación activa del espectador si se quiere dar respuesta a enigmas no resueltos a lo largo del metraje como, por ejemplo, quién es el acosador de Romeo o por qué el plano de abertura recoge a alguien sin rostro cavando una zanja en medio de unos edificios de viviendas. Recordemos, en fin, que bajo el acto más irrelevante puede esconderse el origen de una cadena de desdichas, que el fin nunca justifica los medios y que uno sólo es responsable de sus propios actos, no de los azares del destino. O como decía Marco Aurelio: “Procura librarte […] de preocupaciones; […] seguramente lo conseguirás si cumples cada acto de tu vida como si fuese el último de tu existencia, es decir, sin precipitación, sin pasión alguna que te impida escuchar la razón, sin hipocresía, sin amor propio y sin indignación contra tu destino.”

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