«Paterson» de Jim Jarmusch

Ha devenido extremadamente famoso el objeto mediante el cual el novelista francés Marcel Proust activaba todo el mecanismo narrativo de esa magna rememoración vital conocida con el nombre global de En busca del tiempo perdido (1908-1922); me refiero, por supuesto, a una magdalena.

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«No es casualidad que algo tan trivial como una caja de cerillas sirva de acicate para reavivar la imaginación del personaje protagonista, como tampoco lo es que se llame Paterson, que viva en la población homónima de Nueva Jersey y que esa palabra sea, asimismo, la que da título tanto a la película como al poemario de William Carlos Williams en el que la pieza se inspira: todo un ejemplo del mecanismo de recurrencias simbólicas circulares que articula este excepcional filme.»

No menos cotidiana, y con una voluntad similar de numen creativo, de chispa que prende la mecha de la epifanía, es la caja de cerillas que reaviva en Paterson (Adam Driver), el entrañable protagonista de la última delicia de Jim Jarmusch, la pulsión lírica que se oculta bajo su modesta existencia como conductor de autobuses en una ciudad suburbial de Estados Unidos. No es casualidad, por tanto, que algo tan trivial sirva de acicate para despertar la imaginación del personaje, como tampoco lo es que se llame Paterson, que viva en la población de Paterson (Nueva Jersey) y que esa palabra sea, asimismo, la que da título tanto a la película como al poemario de William Carlos Williams en el que la pieza se inspira: todo un ejemplo del mecanismo de recurrencias simbólicas circulares que articula este excepcional filme.

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Autor explícitamente citado en varias ocasiones a lo largo del metraje, conviene precisar que Carlos Williams configuró con Paterson (1946-1958) una suerte de palimpsesto autobiográfico, al trazar un mosaico de su ciudad de origen, de las gentes que la habitaban y de la belleza, la magia y aun de la épica escondidas bajo la más insignificante y monótona de las realidades. Para ello, empleó poemas de verso libre y disposición visual engarzados con fragmentos en prosa, extractos publicitarios, etc., mediante la técnica del collage, con lo que dicho volumen ha terminado por convertirse en emblema de un tipo de poesía cercana y antirretórica, alejada como se encuentra de la grandilocuencia y el preciosismo.

De ahí que, y a poco que se conozca la obra de Jarmusch, no deba extrañarle a nadie que en Paterson tribute a Carlos Williams un inmenso homenaje como uno de los grandes inspiradores de su visión artística. Porque el director norteamericano es, a día de hoy, y a la zaga de Ozu, un maestro de los relatos minimalistas y casi abstractos, sin acción apenas –igual que los poemas de Carlos Williams carecen casi de verbos–, con encuadres estáticos que se unen de forma más que causal, «accidental» –en este caso concreto, responden a la sucesión cronológica de los días durante una semana en la vida del protagonista–, y con discursos de apariencia «desaliñada», en los que abundan los planos prácticamente idénticos, los silencios, las elipsis, los fuera de campo y, en definitiva, la vida que se gasta inadvertidamente mediante miles y miles de gestos repetidos.

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En un alarde de talento solamente posible para quienes ya han logrado domeñar todos los resortes expresivos de su arte, Jarmusch hace de Paterson una especie de adaptación fílmica del poemario homónimo, pero totalmente libre, lo que resulta coherente con el espíritu del mismo y con la intrínseca resistencia de la lírica a la traducción a cualquier otro lenguaje… o siquiera a otro idioma, como bien recalca el personaje encarnado por Masatoshi Nagase.

«El director norteamericano es, a día de hoy, y a la zaga de Ozu, un maestro de los relatos minimalistas y casi abstractos, sin acción apenas, con encuadres estáticos que se unen de forma más que causal, accidental, y con discursos de apariencia desaliñada, en los que abundan los planos prácticamente idénticos, los silencios, las elipsis, los fuera de campo y, en definitiva, la vida que se gasta inadvertidamente mediante miles y miles de gestos repetidos.»

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No en vano, la cinta está repleta de sutiles elementos simbólicos (v. gr. las cerillas como correlato objetivo del fuego creador del protagonista), así como de referencias culturales (v. gr. la alusión a Emily Dickinson o a Giuseppe Ciancabilla), además de poseer unas recurrencias internas muy cercanas a la métrica –léase los «monólogos» del compañero de trabajo de Paterson; la redundante e imposible, por excesiva, presencia de personas gemelas; el término «paterson» repetido ad nauseam en carteles, graffitis, rótulos…; los patrones en blanco y negro que obsesionan a la protagonista femenina, etc.–, de forma que sus 118 minutos se desarrollan como si de una composición de siete estrofas se tratara, en la que tiene cabida todo cuanto también cabe a lo largo de una vida humana: humor, ternura, fracaso, aburrimiento, rabia, felicidad, miedo, triunfo…

De hecho, y como ya hiciera en sus mejores trabajos –desde Extraños en el paraíso (1984) hasta Solo los amantes sobreviven (2013), pasando por Dead Man (1995), Ghost Dog, el camino del samurái (1999) y Los límites del control (2009)–, el realizador estadounidense lleva a cabo un ejercicio de reflexión metalingüística que pretende indagar en el sentido del arte y, en última instancia, de la vida misma: dos conceptos indisolublemente asociados en la ética y estética posmodernistas a la que la filmografía de Jarmusch, hombre de su época, se adscribe.

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En este sentido, la conclusión ontológica que se extrae de su visionado es tan sublime como sencilla, tan honesta como emotiva. Porque ese hombre parco en palabras que divide sus horas entre su trabajo, su casa y su bar habitual es encarnación del pregonado “Sísifo feliz” de Albert Camus. O dicho de otra forma: Paterson es una oda luminosa, pero sin luminarias, a la existencia, entendida esta en su sentido más corriente y vulgar.

«Jim Jarmusch lleva a cabo un ejercicio de reflexión metalingüística que pretende indagar en el sentido del arte y, en última instancia, de la vida misma: dos conceptos indisolublemente asociados en la ética y estética posmodernistas a la que su filmografía siempre se ha adscrito.»

Tengamos en cuenta que son escasas las personas que llevan a cabo grandes proezas o que despiertan la imperecedera admiración de generaciones y generaciones. La mayor parte de seres humanos vivimos sumidos en la rutina y la grisura. ¿Quiere eso decir que estamos condenados a la infelicidad? Para Jarmusch, la respuesta es meridiana: no. Y es que, si observamos con atención, con verdadera atención, la realidad que nos rodea, da igual cuán prosaica sea, siempre hallaremos en ella almenaras capaces de guiarnos a través de lo aparencial y efímero, esto es, del dolor, del caos, de la injusticia, de la vacuidad, del sinsentido.

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Para el humilde héroe de esta historia sintomáticamente circular, los dos faros que iluminan su rutina son, de un lado, sus poemas, que escribe sin intención de publicarlos –por el placer, pues, de la creación y de la revelación, no necesariamente en este orden–, y, por el otro, el amor, encarnado en su vertiente romántica por su pareja, Laura (Golshifteh Farahani), cuyo petrarquesco nombre ya nos informa de su condición de musa, y en su vertiente amistosa por Doc (Barry Shabaka Henley), el dueño del pub que Paterson frecuenta y cuya figura es perfilada a medio camino entre la de un confesor y la de un compinche.

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«La conclusión ontológica que se extrae tras el visionado de la cinta es tan sublime como sencilla, tan honesta como emotiva. Y es que estamos ante una oda luminosa, pero sin luminarias, de la existencia, entendida esta en su sentido más corriente y vulgar, más gloriosamente cotidiano.»

Decía Arthur Rimbaud, sobre su creación poética, que: “Convertí silencios y noches en palabras; lo que era indescriptible, lo anoté. Hice que el mundo en movimiento permaneciera quieto.” Precisamente, en fijar eternamente el instante consisten las películas, siendo el cine el arte del tiempo por antonomasia. Y puesto que todas las personas, parafraseando a William Carlos Williams, nos encontramos perdidas en el interior de una tormenta llamada tiempo, Paterson es, en definitiva, un precioso canto existencialista de ilimitado amor hacia la humanidad.

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