Fe y existencialismo en «Silencio» de Martin Scorsese

En su ensayo Temor y temblor (1843), Sören Kierkegaard realizaba una vivisección “de la miseria y de la angustia que hay en la paradoja de la fe.” Como reacción a la dialéctica de Georg Wilhelm Friedrich Hegel y a su famosa “muerte de Dios”, el teólogo danés incidía en lo imposible que es para el intelecto de las personas concebir algo tan grande, tan inabarcable, como Dios. Empleando como ejemplo el relato bíblico sobre Abraham y el sacrificio de Isaac, Kierkegaard evidenciaba la inhumanidad inherente a toda fe auténtica, inamovible, que no cuestione nunca los designios divinos, no importa cuán injustos o bárbaros estos sean. Por ello, “la fe comienza precisamente donde la razón termina”, de modo que un hombre verdaderamente creyente habría de tener, por fuerza, el “gramo de locura” con que Aristóteles calificaba a la chispa de la genialidad. Para Kierkegaard, por consiguiente, el místico y el artista eran los dos seres humanos perfectos.

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Es en la estela de esta concepción existencialista del sentimiento religioso sobre la que se articula la adaptación de Martin Scorsese de la novela de Shūsaku Endō, Silencio (1966), y con la que el director neoyorquino traza una reflexión terrible y dolorosa, pero también de sobrecogedora belleza, sobre la fe; en este caso particular, sobre el catolicismo profesado por ambos autores. Como ya hiciera —también de forma brillante— con La última tentación de Cristo (1955) de Nikos Kazantzakis, Scorsese se mantiene muy fiel al espíritu del texto de partida, aunque lógicamente introduce las modificaciones pertinentes que el cambio de medio expresivo exige y, sobre todo, que su lectura personal impone, pues, de no ser así, sobre decir que Silencio (2016) sería un fútil resumen de un gran libro para aquellos que afirman “no tener tiempo para leer”, y su mera existencia devendría superflua. Algo que, dicho sea de paso, también es extensible a Chinmoku, la versión que Masahiro Shinoda hizo de la novela en 1971, donde, entre otras particularidades, uno de los personajes occidentales es encarnado por Tetsurō Tanba, lo que, de hecho, es sintomático de cuál es el foco de interés del director japonés, que se halla muy alejado del punto de vista de un creyente.

«Empleando como ejemplo el relato bíblico sobre Abraham y el sacrificio de Isaac, Kierkegaard evidenciaba la inhumanidad inherente a toda fe auténtica, inamovible, que no cuestionara nunca los designios divinos, no importa cuán injustos o bárbaros estos fueran. Por ello, para el filósofo danés, «la fe comienza precisamente donde la razón termina», de modo que una persona verdaderamente creyente habría de tener, por fuerza, el «gramo de locura» con que Aristóteles calificaba a la chispa de la genialidad.»

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La interpretación que el realizador norteamericano hace del original se decanta más, en cualquier caso, hacia el conflicto interior de su protagonista, el joven e idealista jesuita portugués Sebastião Rodrigues (un impecable Andrew Gardfield), que hacia la exposición minuciosa de las causas históricas, y aun idiosincráticas, del porqué el cristianismo es tan minoritario en Japón. Sin duda, este acento diferente que contiene la cinta es natural viniendo de un artista que, como Scorsese, no ha sufrido discriminación alguna por su credo, al contrario de lo que le sucedió a Endō, practicante de una religión que es abrazada por menos del 1% de sus conciudadanos.

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Igualmente, el paralelismo establecido por Kierkegaard entre la pulsión religiosa y la artística aparece en el Silencio de Scorsese cuando las considera a ambas las dos únicas vías posibles de penetración a una realidad mágica y trascendente, bien porque esta se trate de un plano cognitivo inasequible para nuestra razón, bien porque sea fruto exclusivo de nuestra imaginación; por eso, el vuelo de un halcón tiene una significación especial en la intriga, o las únicas imágenes de Cristo que aparecen es la que ofrecen una talla anónima de madera y los pinceles de El Greco, y cuya delgadez y rasgos alargados y ascéticos se reflejan en la de Rodrigues y en la de su compañero de desdichas, el padre Francisco Garupe (Adam Driver).

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«Sobre una concepción existencialista del sentimiento religioso se articula esta adaptación de Martin Scorsese de la novela de Shūsaku Endō, «Silencio» (1966), con la que el director neoyorquino traza una reflexión terrible y dolorosa, pero también de sobrecogedora belleza, sobre la fe; en este caso particular, sobre el catolicismo profesado por ambos autores.»

Hecha esta pequeña matización, empero, cabe señalar que la esencia de ambas obras es muy similar, al incidir —retomando el concepto de Kierkegaard— en lo que de admirable y de horroroso tiene una fe tan profunda como la practicada por los Kakure Kirishitan, los cristianos japoneses que, en plena y enconada persecución de su credo durante el siglo XVII, mantuvieron su religión —bien es verdad que en secreto, de ahí el nombre de “cristianos ocultos”— a expensas de su propia integridad personal.

SILENCE

Más allá de lo que, en tanto seres humanos, nos repugne la tortura, a menudo de un sadismo abrumador, que vemos padecer a los pobres campesinos que se niegan a apostatar —aunque, con sabiduría, Scorsese no se recrea en mostrarla—, el filme contiene una ambigüedad espiritual tan marcada que está condenado, como suele sucederles a las creaciones artísticas que se mueven en el ámbito de la penumbra, a la incomprensión o a la tergiversación de su mensaje. Porque es muy fácil que, dada la dedicatoria final de la cinta, el espectador creyente vea la pieza como un homenaje a los mártires del cristianismo, mientras que el no creyente la lea como una nueva constatación de la inexistencia de Dios, ante su continuo, inconmovible, persistente silencio. Y es una obviedad señalar que sólo alguien que no conozca el universo de Scorsese o que se vea cegado por los prejuicios puede llegar a creer que una producción suya se decantará por el blanco o por el negro.

«El sucinto pero revelador título de la película incide en el silencio de Dios, en torno al cual giran todas las tribulaciones del protagonista, el padre Rodrigues (Andrew Garfiled). Recuperando el pulso magistral del mejor Scorsese, la historia se cimienta sobre un denso debate metafísico rebozado bajo pinceladas de relato exótico, épico y aun de aventuras, lo que da lugar a un espectáculo visual de deslumbrante factura en el que no se descuida ni la emoción ni la reflexión.»

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Al respecto, no es casualidad el sucinto pero revelador título de la obra ya que, justamente, es en ese silencio de Dios donde se halla el eje en torno al cual giran todas las tribulaciones del padre Rodrigues y, por ende, de la globalidad de la película. Recuperando el pulso magistral del Scorsese de Taxi Driver (1976), Uno de los nuestros (1990) o Casino (1995), la historia se cimienta sobre un denso debate metafísico rebozado bajo pinceladas de relato exótico, épico y aun de aventuras, lo que da lugar a un espectáculo visual de deslumbrante factura en el que no se descuida ni la emoción ni la reflexión. En buena medida, ello es mérito de la fotografía de Rodrigo Prieto, que, inspirándose en los maestros del Barroco (Caravaggio, Velázquez, Rembrandt…), se ve cargada de un alto contenido simbólico por mor de una serie de recursos de luz y color, los cuales, a guisa de las notas de una sinfonía sin música, se repetirán y variarán a lo largo del discurso (v. gr. el cromatismo ocre que transforma en caverna platónica tanto la choza en la aldea costera como la prisión del protagonista). De hecho, Silencio tiene mucho de partitura musical, en el sentido de que sus imágenes se hilvanan eminentemente por medio de recurrencias temáticas y alegóricas que se repiten una y otra vez de una manera buscadamente radial y cíclica, lo que explica, por poner un ejemplo ilustrador, que todo el rato se esté equiparando la relación entre el sacerdote protagonista y Kichijiro (Yôsuke Kubozuka) con la de Jesús y Judas.

También manifiesta la cuidadosa planificación del filme su alternancia entre los planos generales, adscritos básicamente al reflejo de la gloria humana —bien sea esta la de la Iglesia, bien la del gobierno imperial nipón—, y los planos detalle, dedicados en su totalidad, y como si hicieran buena la conocida máxima de Mies van der Rohe, a recoger un sentimiento orgánico, palpable, de la fe.

«El filme tiene mucho de partitura musical, pues sus imágenes se hilvanan eminentemente por medio de recurrencias temáticas y alegóricas que se repiten una y otra vez de una manera buscadamente radial y repetitiva, lo que explica, por poner un ejemplo ilustrador, que repetidamente se equipare la relación entre el sacerdote protagonista y Kichijiro (Yôsuke Kubozuka) con la de Jesús y Judas.»

Sea como fuera, si un recurso estilístico destaca por encima de otros en Silencio es el del empleo del sonido y de su ausencia. Así, para empezar, el metraje carece de música extradiegética, a lo que se suma el llamativo inicio —y también cierre circular— del relato: una pantalla sin imágenes, en donde lo único que nos indica que la cinta está reproduciéndose es la cacofonía de una serie de elementos propios de la naturaleza. Además, la narración es puntuada de forma continua, y aparentemente innecesaria, por una voz en over, que la mayoría de las veces corresponde a la de Sebastião Rodrigues, aunque también contemos con la del padre Cristóvão Ferreira (Liam Neeson) y la de Dieter Albrecht (Béla Baptiste). Con la intromisión insistente, casi se diría que farragosa, de las ideas de uno de los personajes, el cineasta de Queens establece un significativo contraste entre el intrínseco racionalismo de la palabra y aquellos momentos en los que la presencia de Dios es más fuerte, siempre descritos a través de la eliminación de cualquier ruido, siquiera el ambiental, de la banda sonora. Asimismo, el silencio sobrecogido que acompaña a la desolación pronto es roto por un suspiro, un grito, un llanto, un canto, un rumor.

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En puridad, que el clímax del calvario de Rodrigues sea narrado de una forma completamente silente es clave para entender su equívoca condición de ángel caído. De ahí que en el tramo final de la historia se abandone la inmersión constante en los diarios y en la mente del capellán portugués, mientras que esta atribución se le concede a un personaje totalmente secundario. El paso del “narrador protagonista” al “narrador testigo” incide en la imposibilidad de saber lo que se oculta en la psique —¿en el alma, podríamos decir?— de Rodrigues y, de esta forma, se establece una paridad entre los actos divinos, a simple vista regidos por su inexistencia —o, peor aún, por su indiferencia— y la absoluta abulia en la que, a la postre, se verá sumido el jesuita. En realidad, e irónicamente, es como si la trayectoria vital de Rodrigues definiera un camino de perfección en el que, parafraseando a San Agustín, acabe por ser convencido por el error y no por la verdad.

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En otro orden de cosas, el filme trata una serie de aspectos relativos a lo pernicioso/maravilloso de la fe que tienen poca o nula importancia en la citada obra de Kierkegaard, puesto que Scorsese no solamente los analiza bajo el prisma de experiencia íntima, sino también colectiva. Y cuando la fe choca con el orden social establecido, florece la intolerancia religiosa, de la que, por cierto, la historia del cristianismo no anda precisamente escasa, como bien recuerda Silencio en boca del personaje interpretado por Tadanobu Asano. De esta manera, la fe se convierte en un peligro para todos cuantos la sienten o se dejan seducir por ella, especialmente si estamos ante creencias que basan la felicidad del individuo en una promesa de recompensa tras la muerte; una dañina negación de la vida misma que, como señaló Friedrich Nietzsche en El Anticristo (1888), propicia únicamente una anulación de la voluntad humana y de sus propósitos de mejora.

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En esta línea, hay que tener en cuenta que aquello que pone más a prueba las convicciones de Rodrigues no viene ni de que flaquee su valor para sacrificarse por los demás ni de la vergüenza que le produce la fe mucho más firme de sus humildes parroquianos japoneses; ni siquiera, de su vacilante magnanimidad cuando debe perdonar lo que es, a todas luces, imperdonable. No. Lo cierto es que procede de la conciencia sobre la responsabilidad que sus actos tienen en tanto clérigo, a saber: que su creencia en un único y verdadero Dios, así como su misión de difundirla con el activo proselitismo propio de los “soldados de Cristo”, tienen una incidencia real, tangible, sobre el mundo que le rodea… y a menudo, con resultados opuestos a los que pretendía.

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Eso es, justamente, lo que le reprocha el inquisidor Inoue (Issei Ogata) al protagonista: su ceguera —la ceguera de todos los hombres de fe— para comprender que los que carecen de ella se sienten invadidos, acosados, por quienes la predican, ya que ellos no la han pedido, no la quieren y no la necesitan. Y es que el fanatismo —de nuevo, la locura de Kierkegaard— parece estar indisolublemente ligado a la fe más profunda; un tema, dicho sea de paso, de total actualidad, con el ISIS y los estragos, desquiciados pero no aleatorios, que su descarriado fervor está causando por todo el planeta.

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El inquisidor Inoue, tocayo de “El gran inquisidor” de Los hermanos Karamazov (1880) de Fiodor Dostoievski, a pesar de ordenar las atrocidades más abyectas, no tiene nada de fanático, ni siquiera de cínico: sólo se opone al cristianismo porque, en tanto eficiente funcionario del Estado, ve en él una fuente de desestabilización de su patria y una vía de acceso para la rapiña de las grandes potencias occidentales. Nuevamente, el mal cometido por los hombres, como pregonaba Hannah Arendt, es banal, y no diabólico. Y si no existe el Diablo, cabría preguntarse, en una inversión de lo que le acontecía al personaje de Iván Karamazov en la citada novela del maestro moscovita, ¿acaso puede existir Dios?

«Lev Tolstoi, en su ensayo «El reino de Dios está en vosotros» (1893), cristalizaba su concepción del cristianismo con una idea tan sencilla como potente: si todos viviéramos realmente conforme a los Evangelios, desaparecería la maldad de la faz de la Tierra. Su visión de la fe, en este sentido, es tan pragmática, tan posibilista, como la que tienen los monjes budistas a los que Cristóvão Ferreira (Liam Neeson) presentará como modelos de virtud a Rodrigues.»

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Otra de las grandes plumas de la literatura rusa, Lev Tolstoi, en su ensayo El reino de Dios está en vosotros (1893), cristalizaba su concepción del cristianismo con una idea tan sencilla como potente: si todos viviéramos realmente conforme a los Evangelios, desaparecería la maldad de la faz de la Tierra. Su visión de la fe, en este sentido, es tan pragmática, tan posibilista, como la que tienen los monjes budistas a los que Ferreira presentará como modelos de virtud a Rodrigues. Por ese motivo, en Tolstoi el sufrimiento solamente es consecuencia de la pérdida de dirección, de liderazgo moral si se quiere, de los seres humanos, que poseen al alcance de la mano el poder de enmendarse. Por el contrario, para Dostoievski forman parte intrínseca de la condición humana la estupidez, el egoísmo, la envidia, la cobardía, la crueldad… Y, sin tales defectos, tampoco podrían existir sus reversos positivos, como no puede haber luz donde no existe oscuridad. Aquello que conduce hacia la virtud es, por tanto, el sufrimiento; y es que sin dolor no hay pecado, sin pecado no hay arrepentimiento, sin arrepentimiento no hay perdón y sin perdón, no hay redención.

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Según lo expuesto, quizás lo peor de la tragedia de Rodrigues es que él no es solamente un religioso al uso, sino un jesuita, esto es, de la Compañía de Jesús, y como tal, es la imagen de Cristo lo que lo motiva, lo que llena su corazón de propósito: la imagen de su héroe personal, de ese hombre-Dios que se sacrificó para salvarnos a todos. El Dios de Jesús no es el del Antiguo Testamento: es compasivo, afectuoso, solidario, dinámico, humanista. El Dios de Jesús no es, no puede serlo, el que exige renuncias que van en contra del anhelo humano de felicidad y paz, como le acontece a la desdichada Sarah Miles, protagonista femenina de El fin del romance (1951) de Graham Greene, o que se convierte en un invisible —e insensible— vivisector de sus ratas de laboratorio humanas, como lo pinta en Una pena de observación (1961) C. S. Lewis. ¿Qué es lo más terrible, pues, en lo que atañe al silencio de Dios? ¿Que, como dice en sendos momentos del filme el propio Rodrigues, no pueda responder a sus desesperados ruegos porque le está hablando a la nada, o que oiga las plegarias de los que sufren en su nombre pero no escuche sus gritos?

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Retomando el análisis sobre la fe llevado a cabo por Kierkegaard, a lo largo de los 161 minutos de duración de Silencio, el mutismo de Dios se llega a romper durante un momento clave de la trama. Pero dado que las palabras del Creador solamente las oye Rodrigues en su cabeza, cuando ya ha sido puesto al límite de sus fuerzas físicas y mentales, y que además se concretan en la voz de Ciarán Hinds, actor que interpreta al padre Alessandro Valignano —la única figura paterna que le queda al personaje principal—, la pregunta que surge en el ánimo de la audiencia a continuación es tan inevitable como amarga: ¿Es esa, realmente, la voz de Dios… o es la de su locura? ¿O tal vez sean ambas y resulte verdad que son los locos, como el Johannes (Preben Lerdorff Rye) de Ordet (1955) de Carl Theodor Dreyer, los únicos capaces de sentir la fe en toda su avasalladora complejidad?

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En definitiva, Silencio es una obra, más que para verla, para reflexionarla; una de esas escasas joyas del séptimo arte que muy raramente aparecen de estreno en una cartelera por norma general repleta de mediocridades que se limitan a repetir fórmulas dentro del cine comercial y del de autor. Y esto es doblemente cierto en el seno de una industria que, como la de Hollywood, se halla rendida al rédito económico y a la complacencia, no solo del amplio público sino, lo que a mi entender es más penoso si cabe, de las tendencias. Libre de modas y de servidumbres al capital, Martin Scorsese ha logrado llevar a cabo su película más cercana al “estilo trascendental” acuñado por su amigo Paul Schrader, pero sin traicionarse a sí mismo, es decir, alumbrando una pieza de narrativa meridiana aunque repleta de metáforas; minimalista mas no abstracta; de montaje deslavazado sin ser nunca críptico; de anécdota reiterativa y opresiva pero de planificación visual rica, compleja y variada. Ello explica, por ejemplo, tanto la abundancia de planos generales aéreos, lejanos y picados, en los que las personas son apenas un borrón, como si la cámara correspondiera a la mirada de Dios, o el uso de encuadres laterales o desde detrás de los personajes, pero también el predominio de primerísimos planos de Andrew Garfield. No en vano, Silencio es a la vez una creación épica y lírica, grandilocuente e intimista, pesimista y esperanzada. No es de extrañar que en su interior se puedan rastrear influencias o concomitancias tan diferentes como las de los maestros japoneses (Mizoguchi, Kurosawa, Ozu…), las de coetáneos del autor (v. gr. el Francis Ford Coppola de Apocalypse Now, el Roland Joffé de La misión, el Steven Spielberg de La lista de Schindler, el Terrence Malick de La delgada línea roja…) o las recurrentes en el conjunto de su filmografía (King Vidor, Power y Pressburger…).

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«La contradicción, el contraste, en última instancia se encuentran en la raíz no solamente temática sino estructural de la cinta, cuya intencionalidad final se halla muy cercana a la lucha encarnizada de la que dejó testimonio en sus libros Miguel de Unamuno; lucha entre el corazón y el cerebro, el primero ansiando creer en Dios, el segundo constatando su inexistencia, con lo que todos los actos del ser humano tienen una pátina de tragedia absurda, dada su ignorancia y transitoriedad.»

La contradicción, el contraste, en última instancia se encuentran en la raíz no solamente temática sino estructural de la cinta, cuya intencionalidad final se halla muy cercana a la lucha encarnizada de la que dejó testimonio en sus libros Miguel de Unamuno; lucha entre el corazón y el cerebro, el primero ansiando creer en Dios, el segundo constatando su inexistencia, con lo que todos los actos del ser humano tienen una pátina de tragedia absurda, dada su ignorancia y transitoriedad. En Silencio, la difícil pirueta de dar espectacularidad y resonancia externa a un conflicto en el fondo tan hondamente privado como el de la fe, y haciéndolo encima sin llegar a ninguna resolución que zanje una cuestión que lleva acuciando a los hombres desde que el primer homínido se puso de pie y miró las estrellas, podría sintetizarse en esta pregunta que Lawrence Durrell formuló en Justine (1957): “¿Acaso no depende todo de la forma en cómo interpretamos el silencio que nos rodea?”

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