A Juanjo
Cuánto tiempo llevaba ahí, no lo podía decir con exactitud. La práctica ausencia de referencias, de relojes, de coordenadas, convertía los momentos en una argamasa indistinta donde era imposible separar un año de un nanosegundo. Como el caldo primigenio, propiciaba el nacimiento de un yo diferente, moléculas de carbono entrelazadas en un ADN que el espacio esterilizado a su alrededor engullía a dentelladas de soledad. Seguramente, si se hubiera visto a sí mismo antes de que aquel incidente sucediera, tal vez habría dicho, a pesar de su carencia de conocimientos psicológicos, neurológicos o psiquiátricos, que aquel individuo encadenado había perdido la razón o que estaba a punto de hacerlo.
«Aquello era más agónico que el dolor o el miedo: la incertidumbre.»
Irónicamente, nunca se había sentido más lúcido.
De dónde provenía esa sensación de vigilia absoluta, como si a lo largo de toda una vida que duraba ya demasiado hubiera andado sonámbulo o en duermevela, no le era posible precisarlo. De lo que no tenía duda alguna era de que, si no hubiera caído en desgracia, no se habría encontrado impedido por cadenas, postrado en la fría oscuridad, a la espera de una visita siempre repetida y de una sentencia definitiva que nunca llegaba. Aquello era más agónico que el dolor o el miedo: la incertidumbre.
Y entonces el sonido familiar, el batir de las alas, resonaba en la quietud; pero tampoco le servía de guía, pues a veces la voracidad de su visitante era instantánea, ansiosa, y otras parecía distraído, entretenido en la contemplación del túnel desde el que había descendido. En esos momentos se preguntaba si no era tan víctima como él de su destino, aunque, como científico, supiera que no existía ninguna fuerza cósmica que ordenara la existencia de nada ni de nadie, sino las leyes inmutables y amorales de la naturaleza. ¿Qué había, pues, en su enjuta y amarga carne que pudiera atraer a aquel aciago compañero una y otra vez?
La desesperación no podía ser un manjar.
Apretó los puños y contuvo brevemente la respiración, en un intento inútil por desaparecer, hasta que notó de nuevo el sabor a hierro caldeado en sus labios. Por una vez, las náuseas fueron más intensas que el dolor.
–¿Por qué estás sonriendo? –La pregunta inesperada resonó en un punto impreciso sobre su cabeza, mecanizada por el aparato que su interlocutor empleaba para comunicarse.
–Porque empiezo a acostumbrarme.
Lo dijo sin desafío, con la suave exhalación de aire que acompaña una confesión.
La voz mecánica se escuchó de nuevo:
–¿Es una broma?
–¿Y qué, no?
Su plumífero acompañante levantó la cabeza y se lo quedó mirando a los ojos. Sabía que era solamente por un impulso de supervivencia, el estado de alerta perpetuo que lo hizo ponerse rígido y clavarle todavía más a fondo sus garras sobre la pantorrilla izquierda, pero alguna vez le había parecido que aquella criatura era capaz de comprenderlo. A buen seguro, eran la soledad y la infinita sucesión de un ahora dilatado por el sinsentido y la ausencia del espaciotiempo lo que le hacía ver inteligencia en aquella vidriosa mirada amarilla.
Una mirada amarilla que desapareció de su limitado campo visión, encadenado como estaba de brazos y piernas a la gélida pared, en cuanto se dirigió otra vez sobre su cuerpo para reanudar su tarea con una precipitación y con una energía tan poco habituales que no pudo contener un grito.
–Conque acostumbrándote, ¿eh?
Podía imaginarse la expresión que acompañaba a aquella pregunta sardónica. A pesar de la distorsión tecnológica de su prosodia, de la distancia, de ese caudal de malentendidos y traiciones que los había arrollado y dejado a cada uno en dos orillas distintas sin puente alguno, sabía que era él, su hermano, quien monitorizaba su calvario desde que lo habían conducido allí.
«La desesperación no podía ser un manjar.»
Cerró los ojos. En algún momento de su cautiverio le había parecido notar una leve fragancia, que desaparecía pronto entre el más intenso olor de su visitante, de su sangre y de sus heces; una fragancia que le recordaba al olor fresco, ligero, del aire –sí: el aire, allí, olía–, en aquel pequeño planeta azul que tanto amaba. Solo lo percibía en ese lapso de tiempo, de minutos o de eras, en el que volvían los esclavos a limpiarle, cuando no moría porque no podía, para volver refrescado y en plenas facultades a la rutina de su condena.
Y ello no dejaba de ser amargamente cómico, que su castigo fuera ya una mera cuestión de burocracia administrativa, la ejecución maquinal de unas órdenes que su hermano había alentado con un odio que, a pesar de todo, él no podía corresponder.
La compasión anulaba su rencor.
Y es que, desde que tenía memoria, las empresas en las que su hermano ponía todo su empeño le habían parecido quimeras pueriles, levantadas sobre el aire a fuerza de fe en sí mismo. Ello explicaba la influencia que tenía en la opinión pública, en las personas que carecían de su vigorosa monomanía. Qué extraño era que solamente él viera bajo su coraza de fuerza la debilidad intrínseca que escondían sus convicciones. Su ciega necedad de asirse a un dogma era la única forma que tenía la mente brillante y atormentada de su hermano para sobrevivir.
¿Y él?
Sospechaba que el problema era que, desde niños, había sido la peor perversión de imagen que, por mera asociación sanguínea, se cernía ominosa sobre su hermano; también inteligente, también sensible, su igualdad era la de dos polos magnéticos con idéntica carga, condenados a repelerse. Quizá por eso había intentado siempre acercarse a él de la peor manera, orientando en sentido opuesto sus opiniones y esfuerzos. ¿Era, pues, su agudo sentido del humor un don innato? ¿O por el contrario un automatismo que había desarrollado inconscientemente para exasperar a su hermano, aquel hombre de circunspecta seriedad?
Ay, jamás lo había visto bromear, como si la severidad fuera un procedimiento de neurogénesis imposible de alcanzar para aquellos que, como él, tendían a buscar la faceta graciosa de casi cualquier cosa. En el consejo de administración o en el pleno del parlamento, cuando su hermano lograba imponer alguna idea haciendo valer su condición de accionista mayoritario o de líder del partido (mayoritario, de nuevo), a menudo no podía resistir la tentación de provocar la risa con algún comentario banal, más que nada para distender la tensión que le causaba ver convertidas las oscuras pulsiones de su hermano en leyes. Y entonces su hermano le lanzaba una de sus miradas de recriminación, de esas que servían para hacerle recordar que carecía de valores o de principios.
Pero no era cierto.
Apretó los dientes y tensó la espalda conforme el pico de su aviar compañía extendía la necrosis a lo largo de sus hepatocitos.
Por mucho que alguien hubiera traicionado su confianza, él jamás sometería a nadie a un testado omnicomprensivo y repetitivo con tratamiento de ulceración regular y aséptica; un procedimiento de contrastada eficacia, eso era indiscutible, que su hermano prefería denominar por su acrónimo (TORTURA), más por lo metódico de las etiquetas que por lo breve.
Esos eran sus principios. Sus valores.
–La sesión casi se ha acabado.
«Ay, jamás lo había visto bromear, como si la severidad fuera un procedimiento de neurogénesis imposible de alcanzar para aquellos que, como él, tendían a buscar la faceta graciosa de casi cualquier cosa.»
La voz robotizada que ahora resonaba no era la de él, sino la de su ayudante; e incluso a través de la distorsión que imprimía a sus fonemas el artilugio de comunicación, reconoció en ella el deje compasivo de aquella mujer de ojos grandes y negros, siempre generosa con ellos; sí, en plural, con «ellos», pues lo había sido con él cuando entraron por vez primera en aquella pieza, al dedicarle una sonrisa triste que aún recordaba en la limitada infinitud de aquel microcosmos en el que habitaba, y con las otras cobayas, con la criatura que ahora sorbía la última gota de sangre que su herida abierta rezumaba, y hasta con su hermano, cuando la fatiga, la satisfacción o la culpa –le era imposible distinguirlas en la negrura… o quizás siempre habían sido idénticas– lo hacían derrumbarse sobre un asiento y mirar hacia lo alto de la sala, hacia el diminuto tragaluz del techo, con concentrada fijeza, igual que si buscara en las sombras propiciadas por la rotación completa alrededor de la estrella de aquel cuerpo celeste lleno de agua algún tipo de significado esotérico que le diera la clave para acabar con aquello.
Para acabar con él.
En el último instante, en el que era como si sumergiera la cabeza en perflurocarbono, recordaba siempre las palabras de repulsa del resto de su familia, que no entendían el porqué de sus experimentos con aquellos primates. Aberraciones, los habían llamado, mostrando a dos especímenes, uno macho y otro hembra, en el juicio, su juicio; y a él, «el narcisista demiurgo» de las mismas. Pero quizá el apelativo que causó mayor revuelo, el que se grabó con la contundente simplicidad de la propaganda, fue el de «monstruosidades plásmidas», transformadas como habían sido por él, para indignación de la audiencia, a su imagen y semejanza.
No lo entendían, nunca nadie lo había hecho.

«The Embrace (El abrazo)», de The Pier Group para el Burning Man Festival de 2014. Fotografía de Art Gimbel.
No se trataba de ego ni de una enfermiza obsesión por eclipsar a un hermano cuyo esplendor no hubiera podido ser ocultado ni por el alineamiento de mil galaxias. Se trataba, simplemente, de una segunda oportunidad.
¿Cometerían aquellos primates mejorados, en un entorno de un óptimo climático medio tan adecuado para la vida como el que pasaba ese tercer planeta junto a la estrella, los mismos errores que ellos habían cometido? ¿O, al no cargar sobre sus espaldas con el peso inenarrable de la historia, serían finalmente libres para hacer lo que ellos tendrían que haber hecho de haber sido más sabios: amar y ser felices?
A nadie parecían importarle esas preguntas. Había aprendido que buscar el gozo y la plenitud para todo el mundo era el peor pecado que su sociedad podía sancionar: un coro de Euménides que lo había arrojado al abismo, armado de orgullosa ignorancia, con su hermano como corifeo. Y para que nunca olvidara sus actos, ahí estaba esa pobre águila desmemoriada: anverso y reverso, cara y cruz, animal y persona.
Desafiar a su hermano había sido un error, ahora lo comprendía. Tal vez si le hubiera hecho entender lo que trataba de hacer; si hubiera acudido a él con respeto y humildad, con valentía; si le hubiera mostrado las posibilidades infinitas que atesoraban aquellos seres…
La nitidez del suplicio definía perfectamente los contornos de su propia implicación en su situación actual. Siempre había sabido el precio de prender el fuego del intelecto. Sus falanges habían cavado la fosa que lo sepultaba.
Y, sin embargo…
–¿Sabes que dos de tus bichos se ha matado el uno al otro por una flecha?
Su hermano.
Mentía.
Debía de mentir.
¿O es que ya, tan pronto, habían fallado?
«Había aprendido que buscar el gozo y la plenitud para todo el mundo era el peor pecado que su sociedad podía sancionar.»
Antes de perder el conocimiento, con un último esfuerzo, entornó los ojos en dirección a la estática del intercomunicador, y creyó distinguir la silueta de su hermano contra un rectángulo de tenue iluminación. Bajo. De hombros estrechos y cabeza alargada.
No, él no era el único allí que sufría. Resultaba imposible determinar quién de los dos ansiaba con mayor fuerza que aquella penitencia terminara.
Pero… ¿cómo se acaba con la eternidad?
©Elisenda N. Frisach
¿Se trata del Apocalipsis o de una relectura de la Teogonía de Hesíodo? Tampoco el método de Russell, ni la sempiterna demoKratia escapan a la eternidad doliente. En todo caso lo transcrito por Elisenda es excepcional. ¡Bravo!