«El silencio de Lorna»: La madurez de los hermanos Dardenne

Tras el visionado de la última película de Jean-Pierre y Luc Dardenne, cabe preguntarse por qué una cinta tan excelente como esta ha sufrido tantos problemas de distribución en nuestro país, lo que ha llevado a su estreno, sin pena ni gloria, con dos años de retraso y dentro de la cartelera veraniega, destinada por lo general a blockbusters, filmes infantiles o comedias; un hecho que aún sorprende más teniendo en cuenta el beneplácito de la crítica del que siempre han disfrutado los realizadores belgas, refrendado por un extenso palmarés entre cuyos galardones se encuentran el premio al Mejor Guión del Festival de Cine de Cannes de 2008 y el Premio al Mejor Film Francófono del mismo año, ambos para esta preciosa reflexión sobre el poder de la empatía como instrumento de perdón y redención.

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Aunque evidentemente la filmografía de los Dardenne nunca ha ido destinada a un público amplio, se diría que tiene garantizada una “inmensa minoría” de cinéfilos dispuestos a deleitarse con las historias cotidianas, desgarradoras y ásperamente poéticas que han jalonado una obra que no ha hecho otra cosa sino crecer con cada nuevo largometraje. Sin embargo, parece ser que todo aquello que huele remotamente a cine social aleja cada vez más al espectador de las salas, quizá porque vivimos tiempos difíciles y la gente desea evadirse, o quizá porque incomoda cualquier recordatorio de que, por mal que nos vaya, no dejamos de ser miembros de un selecto y privilegiado club: el de la clase media del Primer Mundo.

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Precisamente, las ansias de los novios albaneses Lorna y Sokol por pertenecer a dicho club llevarán a la primera a aceptar formar parte de una intriga mafiosa asentada en la inmolación de un inocente, Claudy. Sin embargo, cuando contra toda expectativa éste desafíe el destino de víctima propicia al que su condición de drogadicto le aboca, un germen más pernicioso y potente que cualquier promesa de felicidad y lujo, el de la compasión, invadirá el corazón de Lorna. A partir de aquí, asistiremos a los esfuerzos de la joven por salvarle la vida a Claudy, que la llevarán desde impedirle el acceso a la droga con cualquier medio a su alcance hasta autolesionarse, discutirse con Sokol o enfrentarse a Fabio, el capo orquestador de toda la trama.

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De la mano de su protagonista, los Dardenne ahondan en la grandeza del espíritu humano, capaz de volar muy por encima de cualquier condicionante cultural o social; así, cuanto más cae Lorna en los abismos de la culpa, y más parece que va a perder aquello por lo cual todos luchamos (hogar, familia, dinero, salud…), esa tierra prometida de la opulencia y el bienestar occidentales, tanto más se eleva a nuestros ojos y adquiere la paradójica categoría de heroína, a pesar de su filiación criminal, de su extracción humilde, de sus aspiraciones convencionales y, en última instancia, de su desequilibrio emocional.

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Con El silencio de Lorna, los autores belgas dejan de lado ciertas opciones visuales que habían definido su estilo hasta el momento, una evolución que les permite eludir el encorsetamiento y construir un discurso más limpio y clásico, alejado de algunas de las técnicas hiperrealistas prototípicas del cine de denuncia (véase el abandono de la cámara al hombro siempre en movimiento o el uso de la música extradiegética). La película se convierte de esta manera en un exquisito drama intimista que, si bien parte de una visión crítica de los lugares más oscuros de una Europa que nada en la abundancia pero condena a la pobreza a muchos de sus hijos, pronto diverge del relato social al uso, al primar por encima de todo la indagación ontológica. La pieza, sin ser ingenua y sin olvidar la dureza de las condiciones económicas en las que se mueven los personajes, destila esperanza, sensibilidad y ternura, agigantadas éstas por contraste con una realidad materialista e inmisericorde, y traza un camino de ascesis a través del dolor y del sacrificio planteado sin estridencias, con una elegancia que obvia el exceso melodramático y que emociona desde la contención y la sutileza (a este respecto es paradigmática la conversación de Lorna con los dos policías). Una impresionante elipsis que parte en dos la narración y un final abierto y sutil cargan de melancolía, pero también de belleza, las imágenes de una obra que, como los propios directores afirman, es básicamente una historia de amor. Y del más grande y puro, del menos egoísta, de aquel que nos renueva nuestra vacilante fe en el ser humano.

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