«Origen» o la escalera de Penrose

La trayectoria cinematográfica del británico Christopher Nolan, de una impecable coherencia, evidencia un equilibrio cada vez más difícil de hallar entre el cine de masas y el cine de autor y, en la estela de Hitchcock o Spielberg, demuestra que la comercialidad no tiene por qué estar reñida con el talento visual ni la inteligencia; ni, mucho menos, con la reflexión.

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Tras su prometedor debut (el “modelo para armar”, que diría Cortázar, de Following) y el gran tour de force de la narración a la inversa de la espléndida Memento, cinta que le daría fama mundial, Nolan añadió a su filmografía una nueva incursión en el género de suspense con tintes fantásticos (Insomnio) y adaptó la premiada novela de Christopher Priest en una pieza que mereció mucha más repercusión de la que tuvo, El truco final (El prestigio), una inquietante mezcla de science fiction y folletín decimonónico, mientras que refundaba la saga de Batman y la alejaba del goticismo opresivo de Tim Burton y del horterismo pop de Joel Schumacher bajo un prisma de thriller negro que, como en el mejor celuloide adscrito a tal etiqueta, indagaría sobre las miserias del stablishment social y del alma humana, sobre todo en la segunda entrega de la misma, seguramente junto a El protegido de Night Shyamalan la mejor película de superhéroes hecha hasta la fecha.

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La última creación de Nolan, la inagotable Origen, no es más que otra vuelta de tuerca a las obsesiones, visuales y temáticas, de su autor. De nuevo, el filme basa gran parte de su fuerza en la deconstrucción de la estructura narrativa convencional, en el juego metafílmico y postmoderno y en una estética fría y aséptica, donde las ciudades se confunden como si fueran laberintos imposibles de descifrar (véanse los tres planos que recogen Tokio, París y Mombasa sucesivamente) y las personas visten atuendos tan elegantes como impersonales. Junto a ello, volvemos a asistir al espectáculo circense más refinado y hábil, articulado sobre una trama enrevesada que exige la atención constante del espectador para no perderse en sus recovecos y que indaga, según es costumbre en su autor, sobre el sentido de la realidad, una entelequia imposible de descifrar (Borges y Bioy Casares no podrían estar más de acuerdo), al estar creada, tal como explicita el protagonista Dom Cobb (Leonardo DiCaprio), a partir de lo que percibimos y de lo que nuestro cerebro inventa con nuestros recuerdos y gustos.

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El hecho de que la película se inicie in media res, sin títulos de crédito, en realidad redunda en una de las constantes argumentales del relato –no puede recordarse el inicio de un sueño– y sólo es la primera pista que el realizador nos da (la obra está jalonada de ellas) para hacernos cuestionar la veracidad de lo narrado. De ahí que, desde su paradójico título, pasando por una acción orquestada sobre un juego de muñecas rusas, como reflejos infinitos de dos espejos confrontados (imagen que, no por casualidad, aparece en el filme), y llegando a los constantes homenajes a grandes iconos del cine fantastique, donde conviven con naturalidad los referentes más cultos (v. gr. Kubrick, Resnais o Tarkovski) junto a los más populares (v. gr. Matrix o la saga de James Bond), así como las heist movies que vinculan la cinta al film noir y, especialmente, a la ciencia ficción de la novelística de Philip K. Dick y William Gibson, Origen ostenta su categoría de artilugio eficaz y alambicado, y termina por reflexionar sobre el carácter último de la experiencia fílmica, ese “tren de sombras” capaz de “resucitar a los muertos” y transportarnos a un universo que, como en la caverna platónica, sólo es una imagen imperfecta y parcial de una verdad subyacente y aún no aprehendida, pero que engaña, y convence, nuestros sentidos.

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Porque, por encima de todo, eso es Origen: un engaño, una Escalera de Penrose encarnación del sentido de la propia existencia humana, que Nolan despliega magistralmente en todos los niveles discursivos: en la presentación –y comentarios– de los personajes; en una narración con raccords bruscos, sin transiciones que refuercen la continuidad lógica de la acción; en un flashback no marcado que determina el territorio real en el cual se enmarca el relato; en la repetición de planos y líneas de diálogo que describen una espiral hipnótica y onírica; en el hilo argumental de la pieza (embaucar al subconsciente del magnate Robert Fischer para que tome una decisión contraria a sus intereses), y, en definitiva, en el sentido último de un filme sutil, complejo, entretenido y espectacular.

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