¿Qué historia cotidiana y humana se esconde tras el impersonal titular periodístico de “Una familia asesinada por motivos racistas”? La película del realizador aquincense Benedek Fliegauf, Solo el viento, da una respuesta tan sobria como conmovedora a semejante pregunta.
Basada en unos repugnantes hechos reales, acaecidos en Hungría entre 2008 y 2009, cuando bandas violentas atacaron sistemática y despiadadamente hogares de gitanos rumanos, hiriendo a más de 50 personas y asesinando a una media docena ‒entre ellas, niños‒, la cinta narra un día completo en la vida de tres miembros de una familia de dicha etnia, desde el momento en que se despiertan en su depauperada chabola hasta que se acuestan.
La historia, por tanto, se encuentra bifurcada en tres acciones paralelas que, en la estela del realismo social de textura documental eclosionado en Rumanía en la última década, está plasmada con técnicas prototípicas del cinéma vérité (cámara al hombro, luz natural, etc.) y obvia los juicios morales, el maniqueísmo y la sensiblería para permitir al espectador sumergirse por completo en esa realidad ajena a él y sacar así sus propias conclusiones. Ello explica el uso de recursos de objetivación del discurso como la preponderancia de los planos detalle, el encuadre de los personajes de espaldas o unas líneas de diálogo mínimas, en la que la denuncia se produce no mediante la arenga panfletaria sino por la vía negativa. Al respecto, resulta ejemplar la conversación que escucha a escondidas el benjamín de la familia protagonista, Rió (Lajos Sárkány), entre el jefe de la policía local y su interlocutor, otro agente venido de Budapest.
Según lo expuesto, Solo el viento es un filme que habla a la inteligencia y sensibilidad del público pero, especialmente, a su conciencia. De ahí el intertítulo explicativo que abre la película, una puntualización sobre las intenciones de los responsables del proyecto que tal vez pueda devenir redundante pero que, de hecho, pretende evitar las malas interpretaciones sobre un tema tan serio, puesto que la demagogia y los intereses creados de los medios de comunicación de masas, la banalización de la información propiciada por Internet y el infantilismo de Hollywood nos han acostumbrado a considerar a las víctimas como ángeles cuando, en verdad, la crueldad y la violencia son ética y legalmente reprochables con independencia de si quien las recibe las merece o no, ya que, desde el momento en que se recurre a ellas, se pierde cualquier atisbo de justicia, cualquier supuesta “superioridad”.
Obra apoyada más en lo se halla fuera de cámara que en lo que recoge, en lo que se omite que en lo que se puntualiza, en lo que se sugiere que en lo que se muestra, es emblema, pues, de un tipo de cine de la insinuación, del gesto y del silencio. En sus escasos 86 minutos, condensa un conjunto de rituales cotidianos que muestran la miseria en la que viven Mari (Katalin Toldi) y sus dos hijos, Anna (Gyöngyi Lendvai) y Rió, con un padre ausente y un anciano enfermo a su cargo; que patentizan la xenofobia y el racismo latentes que impregna la sociedad húngara, incluso ‒o sobre todo‒ en las personas de apariencia más normal (léase el bedel del colegio de Anna o la conductora del autobús); que evidencian los comportamientos criminales de algunas minorías dentro de los inmigrantes y la pasividad y la tolerancia ante los mismos del resto de sus compatriotas por miedo; que explica, como respuesta a lo anterior, las antipatías que ello, por extensión, provoca sobre todo su grupo racial; que inciden, en fin, en el círculo vicioso de rechazo, rencor, delincuencia y autoexclusión que provoca la pobreza, porque, como decía Manuel Vázquez Montalbán, el racismo es un problema de blanco pobre, dispuesto a odiar a sus semejantes de clase y no de raza, seguramente para sentirse superior en una situación análoga de escasez e injusticia social.
Galardonado con el Premio del Jurado en el Festival de Berlín, y también dueño de los ilustradores galardones de la Paz y de Amnistía Internacional del mismo certamen, Solo el viento es un filme tan seco como lírico, que se vertebra sobre una estremecedora y bellísima metáfora que no se nos desvela hasta su lógico y previsible ‒pero no por ello menos desolador‒ desenlace. Por todo ello, honestamente no recomiendo esta obra a quienes utilicen el cine como una simple vía de evasión o a quienes prefieran seguir ignorando cómo es el mundo en el que viven, demasiado ocupados con sus propias preocupaciones personales y sin tiempo para pensar en aquellos seres humanos que no forman parte de su círculo próximo. Para el resto, de visionado obligatorio: debería proyectarse en escuelas e institutos.