«Blue Jasmine» de Woody Allen

Desde su mismo título, la nueva película de Woody Allen ya evidencia el tono tragicómico de su discurso, mediante el juego de palabras entre el nombre de la bella y delicada flor de un arbusto (el jazmín azul) y la protagonista del relato, Jasmine, cuyo estado anímico fácilmente puede calificarse de taciturno (“blue”). Y es que la cinta, centrada casi en exclusiva en su atribulada antiheroína (una magistral Cate Blanchet), supone el regreso del director neoyorquino a uno de sus leitmotiv favoritos: el retrato de la soledad femenina.

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Efectivamente; sin llegar a los extremos de desgarro de September (1987) u Otra mujer (1988), Blue Jasmine vuelve a ahondar en la impotencia de una mujer ante el hundimiento de sus sueños y esperanzas, lanzada a una lucha desesperada por darles una nueva realidad. Por ello, el filme es un drama en el sentido shakesperiano del término, esto es, una historia muy triste pero salpicada de apuntes cómicos, sobre todo los que se centran en el otro gran personaje de la historia, Ginger, la hermana de Jasmine (encarnada por la siempre solvente Sally Hawkins). Al verse Jasmine obligada a sumergirse en un entorno ajeno a ella, inevitablemente el contraste entre su antiguo estilo de vida –como privilegiada, y diletante, esposa de un acaudalado hombre de negocios de Wall Street– y su nueva realidad, rodeada de la clase proletaria de San Francisco, despierta en el espectador alguna sonrisa, e incluso alguna carcajada.

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Sin embargo, poco más hay de jocoso en esta historia, que se articula en dos tiempos: el presente de pobreza y sufrimiento de Jasmine y los flashbacks no marcados discursivamente (pero muy fáciles de detectar) a los que la mente de la protagonista le hace retrotraerse, tanto para gozar de un momento de felicidad recordando su particular «paraíso perdido» como para fustigarse por su implicación en dicha pérdida. Sin embargo, ¿era en verdad su vida pasada tan idílica como aparentaba? ¿No era más un espejismo de felicidad que la felicidad misma lo que Jasmine tenía?

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En este sentido, no estoy descubriendo nada al señalar las claras concomitancias, tanto argumentales como espirituales, que la trama guarda con Un tranvía llamado deseo de Tenesse Williams; eso sí, pasada por el tamiz atemperador, irónico y sociológico propio de los guiones de Allen. De esta manera, como la desdichada Blanche DuBouis, Jasmine es una “flor trasplantada” de su ambiente y abocada por ello a la escisión emocional. Sin embargo, mientras Blanche era una víctima pasiva de sus circunstancias, que fingía ‒en vano‒ seguir viviendo en una realidad ya caduca, Jasmine ha sido partícipe activa de su propia desdicha. Y aquí es donde radica la diferencia básica entre ambas historias; pues si bien el dramaturgo sureño incidía en la fragilidad de los usos sociales y la fuerza que, por contraste, tienen las emociones humanas más primarias, en cambio el realizador de Brooklyn cuenta las desventuras de Jasmine para ofrecernos su particular visión de la crisis financiera más cruenta desde el crac del 29, la que se inició en el año 2008.

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Como Allen no es ‒ni nunca lo ha sido‒ un autor de obras políticas (por mucho que su tendencia ideológica siempre se halle presente en sus filmes), para trazar en Blue Jasmine una inclemente radiografía de nuestra realidad, el autor se centra en una experiencia individual fácilmente extrapolable al conjunto social. Ello le permite ser coherente con su propio universo y no descuidar la función de cualquier intelectual o artista que se precie de devenir esencia, glosa, de su propia época; una época marcada por el precario equilibrio del sistema económico y, por ello, en perpetuo estado, por decirlo con una terminología muy de nuestros días, de “obsolescencia programada”.

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¿Qué se puede decir, si no, de una sociedad en la que unos pocos “florecen” en base al sufrimiento ajeno, mientras otros muchos prefieren mirar a otro lado ‒como la protagonista de la cinta‒ para no reconocer que su felicidad depende de la infelicidad de quienes les rodean? ¿Qué, de una sociedad que está saqueando a espuertas los recursos naturales del planeta como si no hubiera un mañana (y, a este paso, no lo va a haber)? ¿De una sociedad que ha hecho de la acumulación material y monetaria, y no de la creatividad –empresarial, cultural, científica o de cualquier otro tipo–, un fin en sí mismo, como si con ello desapareciera nuestra mortalidad?

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Sencillamente, que nos encontramos ante un verdadero gigante con pies de barro, de psicología patológica y salud terminal. De ahí que Allen se decante por un tono mucho más serio y sobrio que el de sus últimas propuestas, ya que nada tiene de graciosa la situación en la que se hallan, no solo buena parte de sus conciudadanos, sino personas del mundo entero (como bien sabemos en España), por culpa de la codicia y la irresponsabilidad de una oligarquía ciega a las terribles consecuencias de sus actos.

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Al final, y como el personaje de Danny (Alden Ehrenreich), somos el vástago de la unión entre el egoísmo y la pasividad. De esta forma, si como él advertimos que los responsables de las desigualdades del mundo han logrado un grado inhumano de insensibilidad ante cualquier consideración empática o moral, vemos también que son la abulia, la estulticia y el desinterés de quienes recogen las migajas de su falta de escrúpulos lo que los mantiene bien firmes en su pedestal.

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En resumidas cuentas, con Blue Jasmine reencontramos al Woody Allen más próximo al universo de Antón Chéjov, donde la hilaridad viene propiciada al exponer el patetismo de las convenciones que rigen las relaciones humanas, pero donde, finalmente, es inevitable la melancolía ante la absurdidad del dolor de unas criaturas condenadas a la extinción.

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