La vida de Adèle de Abdellatif Kechiche, adaptación de la excelente novela gráfica de Julie Maroh El azul es un color cálido, ejemplifica la capacidad del cine para crear un portentoso efecto de realidad mediante esa cualidad imitadora que es constitutiva a su propio lenguaje, esto es, a la sucesión de imágenes en movimiento; cualidad esta que, como ya resulta casi legendario en el anecdotario de la historia del séptimo arte, hizo huir despavoridos a buena parte de quienes asistían a la proyección de La llegada del tren a la estación de La Ciotat (1896) de los hermanos Lumière, dado que en un primer momento creyeron realmente que una locomotora estaba a punto de embestirles.
En este sentido, si bien la honestidad que destila la película de Kechiche es en buena medida mérito del cómic original, repleto de situaciones reconocibles por el lector y de una sinceridad por momentos hasta dolorosa, el juego de color en las ilustraciones de Maroh, por ejemplo entre la gama de grises y el azul que define icónicamente al personaje de Emma (interpretado en la gran pantalla por una excelente Léa Seydoux), es abandonado por el realizador francés en pos de un efecto de verosimilitud aún mayor.
De hecho, el cambio de título en su versión fílmica se explica no solamente por las modificaciones operadas respecto al argumento de la obra de partida (construida mediante una narración diferida y con un desenlace infinitamente más dramático), sino, sobre todo, porque no será el color azul del pelo de Emma lo que simbolice el enamoramiento ‒o la aspiración de plenitud y trascendencia‒, sino la mirada; la mirada de la cámara-espectador sobre lo que acontece, en consonancia con el proverbial vouyerismo del cinematógrafo (de ahí la explicitud, y duración, de la escenas de sexo); pero también la mirada que cruzan las dos protagonistas al inicio de la trama. Una mirada que, como en el extracto de la novela que el profesor de literatura de Adèle les está haciendo interpretar a sus alumnos en clase, encarna la curiosidad, la atracción, el deseo. Y dicha novela es un libro de Pierre de Marivaux llamado, no por casualidad, La vida de Marianne; como no es casualidad, tampoco, que la obra de Marivaux esté inconclusa y la cinta de Kechiche tenga un final abierto, donde aparece el significativo subtítulo de «Primera y Segunda parte», en ambigua e imprecisa promesa de continuación. Junto a ello, el hecho de hacer coincidir el nombre de la protagonista del filme con el de la actriz que la encarna (Adèle Exarchopoulos), diferente del que la heroína tenía en la obra de Maroh, es un nuevo jalón en esa voluntad de verismo, de autenticidad, de espiar «entre visillos» un fragmento de la intimidad de una persona, que Kechiche rubrica y sella con la preponderancia del primer plano, de los encuadres estáticos y de un montaje elíptico, dado que son los rostros, y también los cuerpos, de los seres humanos que pueblan la cinta, el eje vertebrador de sus imágenes. Ello demuestra que no estamos ante un filme centrado en la narración objetiva de unos hechos, sino en la transmisión de las vivencias y las emociones de su joven protagonista.
En consecuencia, para describir el tránsito de la adolescencia a la edad adulta de Adèle, el director opta por retratarla en situaciones y conversaciones cotidianas, desentrañando su carácter y su psicología mediante una mirada a la vez extrínseca (sus actos) e intrínseca (sus sueños y anhelos). Apoyado en el cimiento esencial del bildungsroman dieciochesco (al que pertenece la obra de Marivaux), pero evidentemente despojándolo de los efectismos folletinescos propios de su época, el sentimiento amoroso actúa como catalizador del autoconocimiento y la madurez, a la saga de obras maestras del género como Las desventuras del joven Werther de Goethe o La educación sentimental de Flaubert.
Que dicho sentimiento se centre en una relación homosexual femenina solo resulta relevante para dar unas pinceladas sobre el contexto social en el que la pareja protagonista se ubica: una realidad muchísimo más tolerante que aquella en la que vivían los personajes de Marivaux, pero que sigue teniendo sus propios códigos de conducta y sus propios prejuicios. Sin embargo, la temática de la película –la fuerza arrebatadora del amor, especialmente cuando se experimenta por primera vez, como le sucede a Adèle–, no varía si la persona objeto de nuestra pasión es o no de nuestro mismo sexo; por tanto, el incomprensible rechazo social que a estas alturas el lesbianismo sigue concitando es tocado de forma muy tangencial.
A grandes rasgos, el gran mérito del filme de Kechiche radica, pues, en su capacidad para incidir en el carácter elevador y sublimador, pero también invasivo, de la pulsión amorosa, que nos convierte en criaturas más completas pero también más vulnerables. Todo ello es mostrado mediante una óptica desnuda y sobria, en la que se evitan de forma consciente, y digna de encomio, los trucos típicos del estándar fílmico para conmover al espectador (léase una fotografía exuberante, la omnipresencia de la música extradiegética, etc.). Y si, como ya se ha dicho, todo el peso del discurso recae en las personas –lo que en una producción centrada en una relación amorosa es lo mismo que decir que recae en la pareja que encabeza el reparto–, hay que elogiar la naturalidad e intensidad interpretativas de Seydoux y Exarchopoulos; sin duda, el trabajo de ambas actrices es lo mejor de la propuesta.
Porque, en definitiva, La vida de Adèle es una película que, a pesar de su extenso metraje, resulta amena y fluida, más si consideramos que su trama es muy convencional; lo cual no es óbice para apuntar que se trata de la Palma de Oro de Cannes más decepcionante de los últimos tiempos. Tal vez un palmarés que en años recientes ha contado con obras magnas de Terrence Malick, Michael Haneke, los hermanos Dardenne, Gus Van Sant o Apichatpong Weerasethakul nos había acostumbrado a un nivel de exigencia y originalidad mucho mayor que el que tiene esta sencilla, bella y estimable realización de Kechiche.