«Life on Mars» de la BBC (2006-2007)

Los motivos por los cuales triunfa algún tipo de propuesta cultural o lúdica a veces pueden resultarle a uno tan inescrutables como los “designios” divinos. Contrariamente, lo habitual es que el tiempo –el crítico más certero que existe– coloque a cada uno en su lugar. Por lo tanto, cuando un libro, un filme o cualquier otra creación artística alcanza la categoría de “clásico”, se trata de una obra que, al margen de hallarse en mayor o menor boga con posterioridad, sin duda mantiene la vigencia entre aquellos de las generaciones siguientes que decidan revisitarla.

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En esta línea, no resulta exagerado afirmar que la serie Life on Mars, estrenada por la BBC en enero de 2006, ha devenido un pequeño clásico del ámbito catódico que convendría ponderar en su justa medida. Solamente contando con dieciséis episodios, este drama de toques fantásticos acumula un conjunto de hallazgos visuales, temáticos y estilísticos que en cambio acostumbran a escasear en seriales con interminables ristras de temporadas y la hacen una auténtica pieza de culto, a la vez amena y profunda.

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Uno de los aciertos de Life on Mars, justamente, radica en su brevedad; sus creadores, Matthew Graham, Tony Jordan y Ashley Pharoah, hicieron un alarde de buen gusto e inteligencia al acotarla en el tiempo y finalizarla cuando seguía teniendo prestigio y una audiencia elevada: una decisión encomiable que no suele ser habitual en el medio televisivo. Probablemente, debieron intervenir otros factores más allá de la voluntad de sus máximos responsables (problemas por parte del casting para seguir con sus respectivos roles; presiones de la cadena para aumentar los ratings, que descendieron sensiblemente en la segunda temporada…), pero, en expresa declaración de sus artífices, el motivo básico que les impulsó a terminar con el espacio de manera tan temprana fue la propia lógica interna de su premisa argumental. Porque todo el entramado narrativo se sostiene sobre una idea motora muy difícil de alargar sin alterar el siempre delicado equilibrio de la verosimilitud, de forma que, a lo sumo, habría podido hacerse una temporada adicional más (lo que de hecho sucedió en la irregular secuela del espacio).

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Enlazando con este último dato, no deja de ser sintomático que, tratándose de una serie tan breve y localista (acontece íntegramente en Manchester, en un número reducido de exteriores e interiores), haya gozado de hasta cuatro remakes distintos, empezando por Ashes to Ashes, su mencionada secuela, y siguiendo por la versión americana titulada homónimamente Life on Mars, que fue rápidamente cancelada por la ABC (y añadiría “afortunadamente” pues, a pesar de la presencia de Harvey Keitel en el reparto, las modificaciones de nuevo cuño introducidas fueron de lo más desacertado); sin olvidarnos de la autóctona La chica de ayer, de comicidad chusquera y mucho más sentimental, afín a la canción de Nacha Pop y al espíritu de Cuéntame, y acabando con la todavía en emisión Обратная сторона Луны (La cara oculta de la luna), adaptación ambientada en el Moscú soviético.

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¿A qué responde esta proliferación de versiones? ¿A la sensación de que se podría haber exprimido un poco más el planteamiento motriz? ¿O a que dicho planteamiento se puede extrapolar con facilidad a cualquier otra realidad nacional y temporal? Seguramente, a ambas. Y es que en la raíz de ello se halla la principal virtud de Life on Mars, aquello que lo distingue como programa de entretenimiento con una calidad muy por encima de la media: su enorme originalidad.

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Sin duda, no debe ser una tarea sencilla llevar a buen puerto una producción audiovisual; no obstante, si uno se atiene a unos cánones estipulados por la tradición, tiene muchas posibilidades de crear un producto correcto y, posiblemente, con un público regular y fiel (véanse, por ejemplo, las infinitas mutaciones de CSI que se han producido desde su estreno; y no me refiero solamente a la propia franquicia). Ello no es óbice para que el resultado final carezca de trascendencia, constituyéndose en ese tipo de propuestas que pueden ser tan agradables de ver como fáciles de olvidar. Correctas, amenas… y sin personalidad, sin fuerza.

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Todo lo contrario sucede con la serie de la BBC que analizamos; Life on Mars, subvirtiendo los citados cánones de la pequeña pantalla, parte del género más popular de la misma (el policíaco-detectivesco) y lo transmuta con una mirada postmoderna y metalingüística, de forma que la mayor parte de sus tópicos están insertos en la trama pero son matizados, transformados y hasta parodiados por una mirada extrínseca; mirada que, además, no resultada impostada ni artificiosa, esto es, evita convertirse en un juguete intelectual, ya que viene prácticamente impuesta por la situación de su protagonista principal.

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¿Y qué situación es esa? Pues la de estar experimentando un aparente regreso al pasado. Así, el héroe de la función, el atribulado inspector de la policía metropolitana de Manchester, Sam Tyler (John Simm), sufre un accidente de coche en el presente el año de emisión de la primera temporada, 2006 y, al despertar, se encuentra en 1973. Desde el segundo episodio, en la vistosa cortinilla que abrirá a partir de ahora el espacio, la voz en off del Sam antecede a la pegadiza sintonía de Edmund Butt para plantear las tres posibles explicaciones a su nueva realidad: ¿Ha viajado en el tiempo? ¿Está loco? ¿Es un sueño de su mente en coma? Tres preguntas que son solo una muestra de las múltiples sugerencias que atesora la serie, lo que hace que, pese a su narrativa clara y meridiana, llena de giros argumentales sencillos de predecir, sea sin embargo un programa de lectura compleja y que casi exija un segundo visionado para su completa interpretación.

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En este sentido, Life on Mars deviene una mixtura, tan potente como hábil, de géneros dispares, de forma que abarca desde la intriga y la investigación policial hasta el drama historicista y la crítica sociológica, pasando por la fantasía y la ciencia ficción, la comedia nostálgica o el terror psicológico, y llegando, incluso, a la indagación metafísica. Semejante afirmación puede parecer exagerada si se desconoce el espacio o si se ha visto de forma superficial; por tanto, merece la pena analizar con detenimiento tal popurrí para que no quepa duda de que no se trata de una mezcolanza caótica y sin sentido, más bien todo lo contrario: estamos ante una apuesta audaz pero muy meditada de interrelación genérica y variados y sutiles subtextos.

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Para empezar, hay que señalar la obviedad de que Life on Mars es una serie cuyos protagonistas son casi todos policías (el único civil de presencia recurrente es Nelson, el barman). En consecuencia, consiste básicamente en la clásica y manida serie de televisión en la que los miembros de una brigada policial (en general liderados por uno o dos personajes principales) llevan a cabo un conjunto de investigaciones en torno a crímenes de variada gravedad. Desde Ironside, pasando por Los hombres de Harrelson o Kojak, con las modernizaciones de Starky y Hutch, Las calles de San Francisco, Cagney & Lacey o Miami Vice, hasta la inteligente Canción triste de Hill Street y llegando a Wallander, The Wire o True Detective, por citar unas cuantas de la interminable lista que podría traerse a colación, poco importa el tono más serio, cotidiano, cerebral, existencial, dramático o cómico que tenga cada serie: en el fondo se estructuran en torno a desentrañar uno o varios misterios, aderezando dicho procedimiento con apuntes emocionales, sociales, psicológicos, etc., de los personajes y del ambiente en el que se mueven.

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Dentro de este código genérico de los dramas policiales que caracteriza realizaciones tan diferentes, Life on Mars aporta como elemento diferenciador una premisa completamente irreal, que mantiene una notable ambigüedad a lo largo de toda la serie y que, en puridad, no se resuelve por completo en su desenlace (aunque tenga un final absolutamente cerrado). Gracias a ello, el esquematismo de los personajes secundarios no resulta un lastre, sino una virtud, ya que, al propiciar situaciones fácilmente reconocibles por el público y por el propio Sam Tyler–, dada su recurrencia en este tipo de productos, se adopta un punto de vista autorreferencial e irónico, lo que sin embargo no palía la intensidad dramática de muchas de las situaciones pero las hace más incisivas, más relevantes, casi las convierte en modestos apólogos. En el centro de los mismos se halla Sam, un hombre de una ética inquebrantable y regido por un código de conducta muy moderno y tolerante en frente a un universo que se opone de una manera feroz a sus principios morales. Atrapado entre dos tiempos, o entre la vigilia y el sueño, Sam experimenta las diferentes peripecias personales y laborales que le suceden con una doble actitud de artífice y de espectador, dado que siente que cuanto acontece es real pero sabe o intuye que es en verdad producto de su imaginación…

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Según lo expuesto, Life on Mars se constituye en un esmerado retrato psicológico de su protagonista, el único que, conviene recalcarlo, parece ser un ser humano “real”; por mucho que nos encariñemos con Annie Cartwright (Liz White) o nos dejemos atrapar por el arrollador carisma de ese entrañable Australopithecus llamado Gene Hunt (Philip Glenister), Sam es la esencia de la serie. Y es que nada es ajeno a su mirada, todo lo narrado viene filtrado a través de sus emociones, sus deseos, sus temores y sus gustos. No en balde, el mundo presente, el siglo XXI, tiene un ambiente blanco y azulado: es aséptico y estéril como la vida que lleva Sam, mientras que 1973 es colorista, con tonos mayoritariamente intensos: marrones, granates, amarillos, rojos, naranjas… En este sentido, hay que elogiar con entusiasmo la labor de los directores de fotografía Balazs Bolygo y Tim Palmer, prácticamente responsables de todas las imágenes del serial. Y no puedo dejar de mencionar a los realizadores, quienes expresan visualmente, con gran sentido de la medida, semejante perspectiva individual, utilizando con una propiedad que ya quisieran grandes producciones de Hollywood zooms, movimientos de cámara y otro tipo de recursos fílmicos. La máxima encargada en este apartado fue S. J. Clarkson (autora de seis episodios, entre ellos los dos finales de cada temporada), aunque también citaría a Bharat Nalluri, quien imprimió el tono general de la serie en sus dos primeros capítulos. Como ejemplo del talento demostrado en ambas instancias discursivas, comentar que, cada vez que Sam siente angustia, suelen aparecer encuadres inclinados, picados o contrapicados, desenfoques, etc., mientras que la fotografía se sumerge en tinieblas. De esta forma, la audiencia se encuentra completamente inmersa en el estado anímico del atormentado inspector de policía: padecemos con él su confusión, su impotencia y, a menudo, su terror ante una situación que no es capaz de entender ni de controlar.

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Lo dicho tiene que darnos una pista de otra de las grandes bazas de la serie: el apartado actoral. Todo el reparto, de principio a fin, lleva a cabo grandes interpretaciones, aunque lógicamente es John Simm quien ofrece un verdadero recital. Bien es verdad que el papel de Gene Hunt reportó a Philip Glenister notoriedad y premios, y que hacer que nos caiga bien el inspector en jefe de esa casposa unidad –un tipo violento, machista, homófobo, racista y alcohólico–, no solamente es mérito de las ingeniosas líneas de diálogo escritas por Graham, Jordan, Pharoah y compañía, sino también de la convincente actuación de Glenister. Pero Sam es un personaje infinitamente más complejo y, no lo olvidemos, la serie se dedica a desgranar episodio tras episodio todos sus procesos mentales y emocionales. Si Simm no hubiera dado la talla, la propuesta habría naufragado irremisiblemente. Por fortuna, demuestra sus dotes de gran actor sobresaliendo en todo momento, lo cual nos permite seguir interrogándonos sobre el motivo de ese aparente viaje en el tiempo que vive y cada vez más parece su fantasía o su delirio.

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¿Por qué 1973? La respuesta no es única, pero es fácil aventurar una: es el mundo de su infancia consciente, cuando era un niño y experimentó el primer trauma de su vida, la desaparición de su padre. Sabido es que los primeros recuerdos se graban en la memoria con la fuerza de lo primigenio. Si Sam delira o ha viajado al pasado, es casi normal que el destino sea la época del principio, de su principio, cuando todavía era capaz de ser inocente y feliz (algo que no ha experimentado en el mundo “real” desde hace años). Con ello, se inserta una reconstrucción histórica del Manchester de los años 70, una ciudad deprimida y decadente, sumida en una crisis industrial y, por tanto, con elevados índices de desempleo, conflictividad social y criminalidad; una ciudad en la que los delincuentes campan a sus anchas, las protestas políticas son habituales y los policías abusan de su poder, maltratando a los detenidos o prevaricando. Semejante imagen seguramente es una distorsión exagerada del no muy halagüeño Manchester de la época, pero sobra decir que Life on Mars no es un documental: es la visión de una ciudad extinta según la recuerda su protagonista. De ahí que se produzca la paradójica situación –muy propia de la evocación del pasado– de que, si bien la urbe reflejada en el “presente” sea infinitamente más civilizada, limpia y segura (en una palabra: mejor), ese mundo de vertederos, edificios semiderruidos, arrabales, pobreza y suciedad tenga el encanto de lo salvaje y lo auténtico, de lo incontaminado. En este caso hay que destacar el trabajo del apartado de vestuario y de dirección artística, así como la importancia que en la creación de ese efecto de retrotraerse en el tiempo tiene el uso de la música.

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En efecto: ya desde el mismo título del espacio, tomado de la famosa canción de David Bowie, se anuncia la omnipresencia de las piezas populares en el desarrollo de Life on Mars. Ello es coherente, una vez más, con ese componente evocador y emocional que tiene la música y que tiñe toda la trama. Temas de Elton John, Roxy Music, Thin Lizzy, Uriah Heep, Slade, T-Rex, Sweet, Jethro Tull, Lou Reed, Deep Purple o Paul McCartney, entre otros, sazonan el entramado narrativo y le dan un aire desenfadado y frívolo que refuerza la atracción materialista y vintage de la misma, aparte de redundar en su componente entrañable y nostálgico.

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Nuevamente, orbita todo sobre Sam; Sam, que íntimamente añora el mundo de su infancia por desastrosa que fuera la sociedad de la época; Sam, que ha aprendido a dominar sus emociones y a esconder sus debilidades hasta el punto de que la llegada a ese “otro planeta” supone el catalizador de sentimientos reprimidos como la ternura, la agresividad o la rabia; Sam, que no tarda en apreciar a Chris Skelton (Marshall Lancaster) o a Phyllis Dobbs (Noreen Kershaw), pese a ser agentes de policía no especialmente competentes, o, aún peor, en intimar con su pintoresco superior y confiar en él; Sam, que irá resolviendo casos siempre relacionados con su propia vida, ya sea de forma tangencial (un crimen en el lugar donde se construirá su apartamento, la implicación de la madre de su ex novia en una trama de drogas…) o directa (su madre sometida por un gánster local, el porqué de la desaparición de su padre…). En Sam, pues, yace la clave del enigma de partida y, por ello, paulatinamente los guionistas nos van desvelando más y más detalles de su situación personal y de su carácter: si entendemos a Sam entenderemos qué le está pasando.

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En el primer capítulo conoceremos a un hombre que ha llegado a la cumbre de su profesión de manera relativamente temprana, pero que sin embargo no parece una persona feliz, frustrado por los resquicios que la ley ofrece a los criminales y definitivamente distanciado de su novia y colega, que encima será secuestrada poco después de discutir con él. En cambio, el Sam “transferido” al Manchester de la década de los 70 se encuentra en un perpetuo estado de alerta, en pugna con su entorno, pero su humanidad y su rectitud despiertan la soterrada admiración de quienes le rodean y sus métodos marcan una diferencia. Así, Sam no solo es más útil en el pasado que en el presente, sino que, además, se siente querido aun cuando su rol generalmente sea el de outsider. Por mucho que tenga frecuentes enfrentamientos con Hunt o con Ray Carling (Dean Andrews), va estableciendo con todos sus compañeros unos lazos de camaradería, amistad y cariño que lo ajeno del mundo que le rodea más que atemperar refuerza, pues ellos son lo que da solidez y estabilidad a sus inquietudes y a su búsqueda (¿o tal vez encarnan partes de su propia psique?).

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En este sentido, el protagonista de Life on Mars es un trasunto posmoderno de la Dorothy de El mago de Oz. De hecho, esta es una referencia literaria y fílmica implícita a lo largo de la serie. Así, por ejemplo, sonará la canción “Goodbye Yellow Brick Road” de Elton John o el cover de “Over the Rainbow” de Israel Kamakawiwo’ole, mientras que, a menudo, Gene se referirá a Sam como “Dorothy”, con lo que cuestionará la cordura y la masculinidad de su subordinado aludiendo a la pequeña heroína de Kansas. Asimismo, el jefe de policía que vendrá a sustituir a Hunt en el tramo final de serie tendrá el revelador nombre de Frank Morgan, el mismo que el del actor que interpretaba al mago en la famosa adaptación de Victor Fleming. Semejante referencia cultural nos da una pista más que evidente sobre lo que le está sucediendo en realidad al protagonista, reforzada por otras alusiones como la siempre citada unidad desde la cual fue transferido Sam (“Hyde”, un nombre que encarna como ningún otro la idea del alter ego en la tradición británica, merced a la popular novela de Robert Louis Stevenson, y que enlaza con la tradición fabulosa del Doppelgänger) o las distorsiones de programas televisivos y radiofónicos ingleses, entre los cuales destaca la impagable parodia del programa infantil Camberwick Green y, cómo no, la Niña de la Carta de Ajuste (Rafaella Hutchinson y Harriet Rogers), presencia terroríficamente inquietante que persigue al protagonista en los momentos de máxima tensión.

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Precisamente este personaje es una muestra paradigmática de los diferentes niveles de lectura de la serie. En una primera interpretación, la niña no es más que el propio subconsciente de Sam que se enfrenta a él, magnificando sus errores y exponiendo sus imperfecciones, es decir, un instrumento de autocastigo propiciado por el cansancio y el estrés. En un segundo nivel, su presencia cada vez que Sam está al límite de sus fuerzas supone un recordatorio de su mortalidad, mientras que, en un tercero, ante su sarcasmo hierático y su crueldad, sumados a su rojo atuendo, la muchachita se reviste de tintes satánicos, como si fuera un ángel vengador dispuesto a pasar cuentas ultraterrenas con el protagonista. Pero hay más: extraída de la carta de ajuste, es la última imagen que ofrece la pequeña pantalla antes de dejar de emitir. Su desaparición implica la nada. De ahí que Life on Mars se cierre con una imagen de ella “apagando” el televisor y fundiendo a negro: es el Apocalipsis, el fin de ese universo “ficticio” al que hemos asistido, porque Sam ya ha asumido su “nueva vida” y también porque la serie de TV Life on Mars en sí misma ha acabado.

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Intentando evitar spoliers de calado, debo hacer referencia al magnífico episodio final, que concluye de manera circular el calvario del protagonista iniciado en la primera entrega del programa, tras ser brutalmente atropellado por un coche. Es este un episodio de clausura realmente atípico en espacios como este, sin (aparentes) pretensiones autoriales y eminentemente “comercial”, por tanto accesible y distraído. Al respecto, conviene recalcar que, si bien Sam padece más de lo que disfruta en ese mundo del pasado, el contraste entre sus ideas y conocimientos del siglo XXI y la sociedad de los años 70 propicia continuas situaciones cómicas; una pátina de hilaridad constante que el plano retrato del resto de personajes magnifica, ya que sus dos o tres rasgos definitorios sirven básicamente de contraste, habitualmente muy divertido, de las opiniones o las actuaciones de Sam. Por eso la clausura de Life on Mars resulta tan impactante: sin abandonar en ningún momento ese tono ligero mencionado, traza una reflexión ontológica de fondo muy triste y descorazonadora. Y ello se produce, paradójicamente, aunque estemos ante el happy end más convencional que imaginar cupiera, con beso final entre “el chico” y “la chica” incluido, lo cual no es casual dado que la fantasía del espectador –y de Sam– inevitablemente está repleta de clichés extraídos de la pequeña pantalla. Si a ello le añadimos la involuntaria –según confesión de los guionistas– ambigüedad de este desenlace, no por no buscada menos efectiva, en 60 minutos excelentes se condesa el espíritu de una serie que ha sabido bascular como pocas entre la diversión y la enjundia, la ligereza y la profundidad, la obviedad y la sutileza, el humor y la tragedia.

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En definitiva, Life on Mars es una de esas contadas joyas que de tanto en tanto nos ofrece la televisión, un medio tan sometido a la tiranía de la audiencia que inevitablemente debe adscribirse a unos cauces de cierta amenidad si quiere atraer al público; otra cosa es que lo consiga o que se quede en una mera evasión de consumo de rápida digestión y extinción. Gracias a una factura impecable, a unas actuaciones estupendas, a unos guiones ingeniosos y chispeantes y a un poso temático melancólico, incluso elegíaco, esta serie supera con creces la criba del tiempo y merece ser recuperada periódicamente para aprehender en toda su complejidad el intrincado sustrato sobre el que cimienta su simpático y logrado componente de espectáculo de masas.

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